Hay quien dice que las emociones son
ciegas, como, por ejemplo, lo son el amor o el odio. A mí me parece
que las emociones no tienen ojos, por lo que difícilmente podrían
ser ciegas o gozar de una buena agudeza visual. Otra cosa es que
cieguen. Y esto lo hacen a quienes se dejan llevar en sus vidas por
unas emociones ajenas por completo a la racionalidad. El ser humano
es un animal que piensa, venía a decir Aristóteles, sin sospechar
siquiera que, aunque él tuviera razón en lo que decía, llegarían
tiempos en los que un buen puñado de seres humanos no le iban a
hacer caso y vivirían -o lo que sea- sin pensar lo más mínimo. En
su lugar pondrían unas emociones sueltas, separadas de la razón y
del mundo, que saldrían abruptamente a gritos, a patadas o a
patochadas de los cuerpos de algunos seres con aspecto humano.
Quienes han creído a lo largo de la historia que el amor era solo
una emoción se han llevado unos chascos enormes que casi siempre les
ha costado un dineral. Quienes han optado por dejar que el odio
arrastre sus vidas gritan mucho y saben poco, por lo que en sus vidas
abundan los disparates. No se dan cuenta de que lo que dicen y lo que
hacen son barbaridades sin sentido, porque su ceguera vital no les
permite ver otra cosa que los supuestos enemigos en los que su odio
ha convertido a los adversarios.
Unos cuantos de estos se fueron ayer al
Teatro de La Latina a silbar y a abuchear al Presidente del Gobierno cuando fue a
honrar la memoria de la eminente actriz Concha Velasco, cuya capilla
ardiente se encontraba allí. En su ciega ignorancia no sabían que
la actriz tenía convicciones profundamente socialistas. Quizá
consideraban que la fallecida era un objeto más del patrimonio
“español” y que solo ellos tenían derecho a venerarlo, o que
era ya algo popular, pero no del estilo de, por ejemplo, Almudena
Grandes, sino que era de los suyos, o simplemente, su ceguera les
hacía creer que los enemigos oficiales no tienen derecho a hacer
algo razonable y educado, sino sólo lo que les dé la gana a ellos
que hagan. Hay una ceguera muy mala, que no es la de quienes no ven,
sino la de quienes no quieren ver por no quitarse el odio de la
mirada.