Tal día como hoy de 1623 nació Blaise Pascal.
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El problema fundamental de la vida es un problema ético. ¿Cómo actuar hoy para crear un mundo más humano? ¿Cómo actuar de manera humana para crear un mundo mejor?
No todos los políticos ni todos los partidos son iguales porque cada uno va buscando objetivos muy distintos para crear sociedades muy diferentes. ¿Qué buscan las derechas y qué buscan las izquierdas?
Las derechas aspiran a llegar al poder para organizar la sociedad de manera que beneficie a los ricos. Esto hay que saberlo y observarlo en las medidas que toman, porque nos puede ir la vida concreta en ello. Un ejemplo lo tenemos en la última bajada de impuestos que ha hecho la presidenta de la Comunidad de Madrid, del PP,: un 0,5 % menos debemos pagar todos en el IRPF. Esto quiere decir que quien cobre 12.000 € al año se ahorrará 33 €, pero quien cobre más de 600.000 € pagará 2.973 € menos. ¿Le supone lo mismo al primero ahorrarse 33 € que al segundo no pagar casi 3.000? No. Los 33 € son mucho más necesarios para quien gana poco que los 3.000 € para quien gana mucho. ¿Es una medida encaminada a beneficiar a todos? No. ¿Beneficia a quienes ganan poco deteriorar la sanidad pública y que se tengan que hacer un seguro privado, que probablemente no puedan pagar? No. ¿Beneficia a los pobres que maltraten la escuela pública? No. ¿Beneficia a quienes menos tienen que le rebajen las pensiones? No. ¿Beneficia a las mujeres que les hagan creer que no existe violencia de género? No. Pues esto es lo que van buscando las derechas: que los ricos vivan mejor. Los que no son ricos, allá ellos.
Las izquierdas van buscando estar en el poder para organizar una vida mejor para todos. Ni siquiera solo para los pobres: para todos. Porque tanto derecho tienen a vivir, al menos, con las necesidades básicas cubiertas tanto los ricos como los que no lo son. Si los prejuicios o la simpleza de que todos son iguales nos obligan a mirar para otro lado, no veremos, por ejemplo, la función social y económica que han tenido los ERTE en la pandemia, lo que ha representado para muchas personas la subida del salario mínimo, lo que va a suponer en la factura de la luz la bajada de impuestos y el tope al precio del gas, el efecto positivo de la reforma laboral, la creación de empleo, la subida de las pensiones de acuerdo con el IPC o el apoyo económico a la lucha contra la violencia de género. Estas medidas no van a favor solo de unos pocos, sino que pretenden la mejora de la vida concreta de muchos, aunque para ellos quienes más tienen deban aportar algo más. Esto lo han hecho real las izquierdas, pero nunca lo harían las derechas.
Por eso no todos son iguales como nos quieren hacer creer. Y si ahora que hay elecciones en Andalucía nos quedamos en casa, en lugar de ir a votar, los ricos, que siempre votan porque les conviene a ellos, saldrán ganando a costa de quienes más ayuda necesitan y creen que la situación ya no tiene remedio. Las derechas salen siempre a votar porque saben que les va en ello sus riquezas. Las izquierdas no saben que la única manera de intentar mejorar su situación real es votando. Cada uno que se quede en casa le estará regalando un voto a las derechas. Quedarse en casa es ir contra uno mismo.
No, no todos los políticos ni todos los partidos son iguales, ni mucho menos. Ese es el anzuelo que lanzan siempre las derechas para que piquen en él los que están menos conscientes de la situación, los que tienen asumido su desconocimiento.
Me parece lógico que esto ocurra, porque hay quienes manejan bien las comunicaciones. Llevamos ya muchos años, décadas, preocupados por la instrucción de los jóvenes, intentando que sepan calcular el área de un triángulo, luego que sepan resolver una integral y, más tarde, que dominen el cálculo diferencial. O que sepan bien los ríos de España o los sistemas cristalográficos, da igual. El caso es que llevamos años, décadas, confundiendo la instrucción con la educación y olvidándonos de esta, tanto en las escuelas como en el seno de las familias.
La instrucción consiste en aprender cosas. La educación -la cultura- estriba en aprender a vivir, en conocer las normas idóneas que hay que seguir para poder vivir todos en una sociedad de manera sana y constructiva; y, también, en conocer los valores, lo que merece la pena de lo que encontramos en una sociedad y lo que no sirve para nada bueno.
El camino para ser, además de una persona instruida, una persona educada, culta, debe comenzar en casa. Ahí deben enseñarnos a comer bien, a ser mínimamente ordenados, a desenvolvernos en la sociedad de manera racional, a darle importancia al respeto, a escuchar cuando habla alguien, a criticar noblemente lo que captamos y a tantas cosas que nos hacen personas educadas, evolucionadas, mejores.
Luego, en la escuela, nos deben explicar el porqué de las normas que hemos aprendido en casa. Por ejemplo, si en casa nos han dicho que no está bien estar en los interiores con la cabeza cubierta por un gorro, en la escuela nos deben aclarar que eso se debe a que el 80 % del calor corporal se pierde por la cabeza, y si en un interior, en donde no suele hacer frío, vas con una gorra puesta, se crea en el pelo un calor que puede pudrir sus raíces. Las boinas puestas en la cabeza casi todo el día eran una fábrica de calvos en los pueblos. O nos deben enseñar por qué se debe respetar a las personas, sin molestarlas ni insultarlas ni negarles sus derechos ni atentar contra su integridad. Y así con todo.
Cuando una persona educada, culta, se enfrenta con el hecho de la política, sabe distinguir a unos de otros, porque es capaz de entender lo que unos quieren y lo que quieren los otros. Pero vivimos una época en la que la educación, en las familias y en las escuelas, está en momentos bajos. Lo que triunfa es el dinero y lo que sea necesario para conseguirlo. Hoy sales a la calle, entras en un teatro, vas a un bar, te metes en un museo o te subes a un autobús y las dos únicas normas que observas, porque la cumplen casi todos, son: una, que cada cual hace lo que le da la gana, y lo primero es lo mío; y, dos, que si a alguien no le gusta o le molesta, que se joda. Parece que la simpleza se ha apoderado de lo que la gente hace, de la música que escucha, de las formas de divertirse, de lo que come y de lo que son capaces de pensar. Por eso, cuando hay elecciones, las derechas insisten en los mensajes simples. Si son diez puntos escritos en un folio, mejor que un cartapacio lleno de medidas. Total, es posible que no se lo lean, porque tienen en sus mentes el enorme prejuicio de que todos son iguales. Y no todos son iguales. Puede que haya políticos que tengan fallos, porque ninguno es perfecto, pero iguales no son. Y, mucho menos, lo son los partidos.
(Continuará)
Probablemente no puedas valorar muy alto a quien, pudiendo elegir, se sienta en el mejor sitio y escoge la mejor tajada.
Cualquier cualidad positiva pasa por la generosidad.
Con esas dosis de anestesia en la mente lo habían expulsado de la ciudad, en donde su cercanía no era agradable para ellos. Como mucho, le concedían que volviera para hacer compras, a dejar dinero, a beber y a divertirse. Antes ya le habían privado de cultura, sobre todo para que no practicara el difícil arte de pensar, no fuera a darse cuenta de lo que le estaba ocurriendo. Ellos sí se quedaron en la ciudad, en buenas casas rodeadas de buenos restaurantes y con buenos servicios.
Lograron que se sintiera único, el mejor, un triunfador, y que se adornara con deudas varias durante años. A la vez, extrañamente, consiguieron que se considerara rico, importante, aunque en realidad fuera un empleado esclavizado y sobreexplotado más, incluso que se creyera un empresario, una especie de Florentino en pequeño, o lo que su imaginación o su frustración, empujadas por el cebo que le habían mostrado, le hicieran creer.
Una vez instalado en su cárcel, que él confundía con su paraíso, y separada su existencia y sus circunstancias de las del resto de seres humanos que le acompañaban en el viaje, se identificó con sus amos, con quienes le manejaban en su absurda ceguera, con quienes le engañaban para hacerle creer que era un rico triunfador, cuando no era más que un pobre ser obligado a trabajar lo necesario y más, endeudado y, a lo sumo, con unos ahorrillos casi improductivos.
Pronto comenzó a alabar a quienes le querían convencer de que era libre, aunque en realidad fuese un esclavo con gruesas cadenas invisibles que, gracias al caduco e inhumano sistema económico imperante, le ataban a su trabajo o, incluso, a su paro, a su sueldo, quizá mísero, pero que él creía que era una fortuna. Ensalzaba a quienes le amarraban a su rutinaria y dura vida, la mejor de las vidas posibles, según él, porque no tenía otra. Elogiaba a quienes le habían sumido en el individualismo y en el egoísmo, que le proporcionaban una soledad que él consideraba que era el estado natural de la existencia. Echaba flores sin parar a quienes le habían instalado en la cabeza los más inhumanos prejuicios contra los otros, contra casi todos. Él los había aceptado, se los había creído y se había embrutecido con naturalidad, sin que fuera consciente de su proceso.
Y entonces sucedió el gran acto suicida de su existencia: en las elecciones comenzó a votar a sus amos, a aquellos que le ofrecían unos magníficos buñuelos rellenos de nada, a quienes le quitaban los servicios públicos que él, sin enterarse, pagaba con sus impuestos, a quienes le amarraban a su triste existencia con unas pesadas cadenas que él no veía, pero que estaban ahí, presentes y eficaces. Votó a quienes le hacían creer que era lo que no era, a quienes, sin que él lo advirtiera, le habían instalado en su mente las mentiras que más le interesaban a ellos para mantenerlo con supuestos ideales, con un falso sentido para su vida que le impidiera tomar conciencia de lo que realmente estaba haciendo. Así se fue haciendo poco a poco racista, xenófobo, machista, intolerante, fascista, mezquino, egoísta y retrógrado. Y, sobre todo, le introdujeron en su vida uno de los más inhumanos sentimientos que se pueden tener: el odio a todo lo que no fuera lo que pregonaban sus amos.
En su juventud había oído que el amor lo podía todo. Ahora practicaba la máxima de que el odio gana cualquier batalla. La vejez llegó y lo encontró en una soledad no asumida, sin aficiones constructivas, sin entretenimientos sanos, con bastante menos ahorros de los que había tenido, porque había tenido que pagar la educación privada, la sanidad privada, el plan de pensiones privado, el chalé y los coches, pero con una hoguera en el alma de solitario que le hacía odiar casi todo lo que existía. Nunca llegó a odiarse a sí mismo, que quizá hubiese sido la única manera de que se diera cuenta de su situación.
Un día se murió, y solo entonces se liberó de su esclavitud y de su ausencia de humanidad, pero a esas alturas ya no tenía tiempo para vivir.
Lo ideal. Lo sano. Lo bueno. Lo justo. Lo deseable. Todo eso sería que, desde el nacimiento hasta que un ser humano alcanzara su madurez, sintiera en lo profundo de su vida que alguna persona, al menos, se preocupara por que fuese feliz. Y, también, por que se diera cuenta de que el sentido de la vida no se encuentra acaparando cosas sin límites, ni bajando al pozo del egoísmo, ni ensanchando la mancha de la codicia, ni practicando el bruto vicio del odio, ni impregnando la vida de ignorancia, sino mirando esa lejana luz que se enciende cuando procuramos hacer felices a todas las personas que nuestra limitada humanidad nos permite.