Con esas dosis de anestesia en la mente lo habían expulsado de la ciudad, en donde su cercanía no era agradable para ellos. Como mucho, le concedían que volviera para hacer compras, a dejar dinero, a beber y a divertirse. Antes ya le habían privado de cultura, sobre todo para que no practicara el difícil arte de pensar, no fuera a darse cuenta de lo que le estaba ocurriendo. Ellos sí se quedaron en la ciudad, en buenas casas rodeadas de buenos restaurantes y con buenos servicios.
Lograron que se sintiera único, el mejor, un triunfador, y que se adornara con deudas varias durante años. A la vez, extrañamente, consiguieron que se considerara rico, importante, aunque en realidad fuera un empleado esclavizado y sobreexplotado más, incluso que se creyera un empresario, una especie de Florentino en pequeño, o lo que su imaginación o su frustración, empujadas por el cebo que le habían mostrado, le hicieran creer.
Una vez instalado en su cárcel, que él confundía con su paraíso, y separada su existencia y sus circunstancias de las del resto de seres humanos que le acompañaban en el viaje, se identificó con sus amos, con quienes le manejaban en su absurda ceguera, con quienes le engañaban para hacerle creer que era un rico triunfador, cuando no era más que un pobre ser obligado a trabajar lo necesario y más, endeudado y, a lo sumo, con unos ahorrillos casi improductivos.
Pronto comenzó a alabar a quienes le querían convencer de que era libre, aunque en realidad fuese un esclavo con gruesas cadenas invisibles que, gracias al caduco e inhumano sistema económico imperante, le ataban a su trabajo o, incluso, a su paro, a su sueldo, quizá mísero, pero que él creía que era una fortuna. Ensalzaba a quienes le amarraban a su rutinaria y dura vida, la mejor de las vidas posibles, según él, porque no tenía otra. Elogiaba a quienes le habían sumido en el individualismo y en el egoísmo, que le proporcionaban una soledad que él consideraba que era el estado natural de la existencia. Echaba flores sin parar a quienes le habían instalado en la cabeza los más inhumanos prejuicios contra los otros, contra casi todos. Él los había aceptado, se los había creído y se había embrutecido con naturalidad, sin que fuera consciente de su proceso.
Y entonces sucedió el gran acto suicida de su existencia: en las elecciones comenzó a votar a sus amos, a aquellos que le ofrecían unos magníficos buñuelos rellenos de nada, a quienes le quitaban los servicios públicos que él, sin enterarse, pagaba con sus impuestos, a quienes le amarraban a su triste existencia con unas pesadas cadenas que él no veía, pero que estaban ahí, presentes y eficaces. Votó a quienes le hacían creer que era lo que no era, a quienes, sin que él lo advirtiera, le habían instalado en su mente las mentiras que más le interesaban a ellos para mantenerlo con supuestos ideales, con un falso sentido para su vida que le impidiera tomar conciencia de lo que realmente estaba haciendo. Así se fue haciendo poco a poco racista, xenófobo, machista, intolerante, fascista, mezquino, egoísta y retrógrado. Y, sobre todo, le introdujeron en su vida uno de los más inhumanos sentimientos que se pueden tener: el odio a todo lo que no fuera lo que pregonaban sus amos.
En su juventud había oído que el amor lo podía todo. Ahora practicaba la máxima de que el odio gana cualquier batalla. La vejez llegó y lo encontró en una soledad no asumida, sin aficiones constructivas, sin entretenimientos sanos, con bastante menos ahorros de los que había tenido, porque había tenido que pagar la educación privada, la sanidad privada, el plan de pensiones privado, el chalé y los coches, pero con una hoguera en el alma de solitario que le hacía odiar casi todo lo que existía. Nunca llegó a odiarse a sí mismo, que quizá hubiese sido la única manera de que se diera cuenta de su situación.
Un día se murió, y solo entonces se liberó de su esclavitud y de su ausencia de humanidad, pero a esas alturas ya no tenía tiempo para vivir.
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