La avenida tenía dos calzadas, una en
cada sentido, separadas por una acera. En cada uno de los bordes de
las aceras había un semáforo con un botón que los peatones podían
pulsar si querían cruzar la calle. En la acera contraria a la mía
había un niño. No sé los años que tendría, pero vendría a medir
un metro. Tenía cara de espabilado y llevaba unas gafas que
dominaban su imagen.
A su altura llegó un listo que, con el aire
chulesco que exhiben todos los listos, comenzó a cruzar la calzada
con el semáforo en rojo. El chaval, cuya madre estaba a unos metros
de él charlando con alguien, le gritó:
-¡Que el semáforo está en rojo!
El listo lo miró con aires de
superioridad, como diciendo que eso no era para él, le esbozó una sonrisa y siguió cruzando.
-¡Que está en rojo el semáforo!
-insistió en chaval.
El listo volvió a mirarlo y, sin
perder su sonrisita estúpida, decidió pararse en la acera
intermedia.
A los pocos instantes, el semáforo se
puso verde y el niño, para rematar la jugada, le gritó al listo:
-¡Ahora ya está verde!
El listo, que no se había dado cuenta
del cambio de color, continuó cruzando y poniendo una cara como de
querer decir que qué gracioso era el niño.
Cuando pasé a la altura del niño, le
mostré la mano con el pulgar hacia arriba, le sonreí y le guiñé
un ojo. El chaval sonrió.
Hay esperanza.
Buenas noches.