Tienen razón. ¡Claro que tienen razón! Tienen toda la razón. Nada más que hay que verlos extender el dedo índice apoyando sus palabras, y subir las cejas para dar la impresión de que lo que dicen es evidente, y subir los hombros porque tanta razón no les cabe en el cuerpo, y subir el tono de voz por encima del de los demás, y aderezar sus palabras con una sonrisita de superioridad, y entreverar su verborrea con algún taco expeditivo, y, si es menester, dar un golpe en la mesa o en la barra para que quede claro quién tiene la razón. ¿Cómo no van a tener la razón? Los demás, absolutamente todos los demás, no tienen ninguna razón: o están equivocados o son tontos o simplemente ignorantes.
Que tienen razón lo muestran con palabras, pero con muchas palabras, con un aluvión de palabras que no dejan lugar a ninguna duda. Quien tiene la razón habla mejor que nadie y su elocuencia tiene valor de doctrina. No hay más remedio que darles la razón, aunque no muestren argumentos comprobables ni sea posible convencerse de lo que dicen. La fuerza de sus modales, el volumen de su voz y la evidencia que muestra su mirada hace que les tengamos que dar la razón.
Hay que darles la razón aunque lo que dicen sus palabras sea imposible de verificar y de rebatir, aunque en lo que dicen no haya nada que se pueda entender, sino solo aceptar, aunque sea por cansancio.
No suelen escuchar mucho, no han nacido para escuchar. Su función en la vida es la de tener razón. Para ello buscan que los demás cedan y que ellos queden siempre por encima.
Hay que darles la razón, aunque no tengan razones, porque no merece la pena la paliza. Y, tras darle la razón, hay que darles la espalda.
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