Para mi amiga P., que deseó enormemente estar en el acto, pero que no pudo hacerlo porque tenía que cumplir con su deber. Desear, poder, deber. Tres verbos de los que expresan lo trágico de la vida y que sólo saben conjugar bien los que tienen talento humano.
El edificio de la Biblioteca Nacional, tan señorial y tan discretamente iluminado, lucía imponente en la noche otoñal. En la puerta, amigos y admiradores de Ángel Guinda esperaban con expectación su llegada. Cuando hizo su aparición, la magia del edificio se eclipsó por el magnetismo del poeta. Llegó con esa sonrisa tan cariñosa, tan envolvente, coronada por unas cejas optimistas que riman consonantemente con unos ojos pillos y vivaces, instalados sobre dos pilastras en forma de carrillos que se estiran provisionalmente para estallar de vez en cuando en una risa, en una sonrisa o en una carcajada. A los poetas hay que mirarles a la cara y fijarse bien en ella, porque no la tienen diseñada igual que el resto de los mortales. El poeta piensa con los ojos y ve con el cerebro. Por eso tiene gestos inhabituales que merece la pena indagar e interpretar. Como no suelen ser personas normales, corrientes, sorprenden y hay que analizarlos con criterios distintos de los que usamos con la gente común. Cuanto más sufrimiento interior tenga el poeta, seguramente ofrecerá una expresión más comprensiva y dulce. Un poeta con la expresión triste y distante, por el contrario, quizás tenga poca tragedia dentro que transformar en versos.
El caso es que el poeta Ángel Guinda llegó y pareció que ya estábamos todos, que ya se podía parar un rato el mundo para que hablara, no sabemos muy bien si el poeta o el amigo o, a ser posible, los dos a la vez.
Como el propio Ángel se apresuró a decir, de telonera iba nada menos que sor Juana Inés de la Cruz, con su poesía barroca y difícil de seguir, pero preciosamente contada por tres buenísimas actrices lectoras.
La presencia recitando de la genial Carmen Feito resultó espectacular porque esta mujer es capaz de crear una situación de una fuerza inusitada con la voz y con el gesto unidos al texto del poeta. Pero también fue un espectáculo observar al poeta absorto en la contemplación de su propio poema recreado por la palabra, las manos y el alma de la recitadora. Un lujo breve e intenso, como tantas cosas buenas.
Y luego llegó Ángel Guinda, con esa limitación necesaria que él mismo impone cuando dice que más de veinte minutos de poesía no tienen sentido. Somos tiempo y usamos el tiempo también como medida. Ya los epicúreos sabían que el mucho placer produce displacer, aunque eso a veces y a primera vista nos fastidie y no lo entendamos. Veinte minutos de poesía. Conocí a uno que le preguntó a la dueña de una tienda de ultramarinos cuánto le cobraría por un cuarto de hora de jamón. No por un cuarto de kilo, que sería lo normal, sino por un cuarto de hora cortando y comiendo de la pata del jamón. La tendera no le hizo el presupuesto porque temió que el uso del tiempo y del jamón que podía hacer aquel peticionario podía resultarle ruinoso y sobrepasar todas las previsiones. El tiempo como medida de todas las cosas. De todas.
Pero fue suficiente. Quedó claro, entre otras cosas, que a Ángel Guinda no le gusta el mundo en el que vive, lo cual dice mucho de su sensibilidad y de su profundidad humana. Que no escribe sobre la realidad, sino contra ella, que traducido quiere decir que estamos ante un hombre joven y de izquierdas, de la izquierda vital y de la usual. Y que el arte de este poeta estriba en el fondo en saber descubrir y recubrir con una capa de lúcida belleza toda la crueldad que surge de la contemplación de la vida y de la muerte.
Morir es no volver, afirma el poeta. Deseamos, por tanto, mientras estemos vivos, volver siempre con Ángel Guinda, emocionarnos con sus palabras, sumergirnos en su mundo, dejarnos sorprender por su persona, descansar en la cuna de sus versos.
Dejo puesto aquí uno de los poemas que recitó Ángel, que se llama Cajas, pero que va, como siempre, mucho más allá.
Lo diría un indígena y tendría razón.
"Ustedes tienen la vida organizada en cajas.
Nacen y les depositan en una cajita,
su casa es una caja, y las habitaciones
son cajas más pequeñas.
Suben a la casa en una caja,
bajan a la calle en una caja.
Viajan en una caja.
Duermen y hacen el amor sobre una caja.
A través de una caja ven el mundo.
Cambian de casa: lo meten todo en cajas.
Los Bancos y las Cajas hacen caja.
Y cuando mueren
les introducen también en una caja."
Todo está hecho para que encajemos.
Nos encajan la vida.
Algunos no encajamos, y nos desencajamos.
.
Gracias por la crónica y por el poema. Después de los filósofos, los poetas son los más sabios del mundo. Es un placer que un filósofo presente a un poeta y que encima me lo regale.
ResponderEliminarPor más noches de filósofos y poetas. Y porque yo (sí) lo vea.
Un abrazo.
Hacía unos días que esperaba esta crónica. Te vi tomar notas y ya me imaginé por donde iban los tiros.
ResponderEliminarMuchas gracias por ese primer párrafo, una genial caracterización de Ángel; has conseguido dibujar en mi mente.
Te sienta bien el traje de periodista.
"Que la imagen de mí que te acompañe
sea una luz amable, alegre, viva.
Que no padezcas mi decrepitud.
Que no te enteres nunca de que he muerto."
Que nunca nos enteremos...
Gracias, Iago.
ResponderEliminar¡Qué buenos versos! Son los nuevos de Ángel Guinda ¿no? ¡Cuánta generosidad despiden! ¡Qué aroma a humanidad!
Si, es el poema con el que cerró el acto, el poema que nos dedicó a todos. Altruista 100%
ResponderEliminarLa última frasé se me clavó en la mente y creo que el hecho de evitar sacar las lágrimas en la biblioteca nacional hace que ahora no se me borre de la cabeza.
Grandísima crónica Manuel, e inmejorable la descripción inicial.
ResponderEliminarTú si que serías un gran reportero.
Larga vida al poeta, y nosotros que lo veamos.
Un abrazo.