No
soporto el teléfono. Es posible que esa sea debido a la huella que
han dejado en mí larguísimos años de llamadas obligadas sin nada
que decir o que contar. A esto se añade la posibilidad de
interrumpir o molestar a quien llamo, de la misma manera que a veces
me interrumpen a mí las llamadas. Se me cae de las manos el
teléfono.
Estoy
leyendo un libro muy interesante y muy entretenido. Se llama “Egos
revueltos. Una memoria personal de la vida literaria”. Es de Juan
Cruz, que lo publicó en 2010 y con el que ganó el XXII Premio
Comillas. Es un amplio repaso de sus vivencias con escritores con los
que trató. Aparecen Borges, Guillermo Cabrera Infante, Cela, Brines,
Azcona, Rafael Sánchez Ferlosio y muchos más. En un capítulo
dedicado al añorado periodista Javier Pradera se lee lo siguiente:
“Tuvo
siempre esos andares; era mejor hablar con él en su despacho; ni en
los pasillos, donde siempre iba pensando en algo que no se puede
interrumpir, ni por teléfono, que usa para recados, a no ser que
bulla en él una pregunta, o varias, que debe consultar.
En
esto del uso del teléfono es veloz, de una velocidad desconcertante:
si tienes un recado para él, apréndelo rápido, y dilo bien, porque
ese artilugio solo se ha hecho para cosas concretas. También Manuel
Vázquez Montalbán y José Ortega Spottorno eran así: ninguno de
los dos sabía despedirse, o tenían prisa, como Pradera, esa era la
sensación que transmitían: estaban a otra cosa, el teléfono les
quemaba en los oídos”.
Pido
disculpas si soy injusto con los demás, pero, de momento, esto es lo
que puedo ofrecer.
Buenas
noches.