Deberíamos escuchar a quien está hablando
sin interrumpirlo, sin entorpecerlo,
sin dificultarle su discurso.
Deberíamos escuchar lo que dicen los tiempos,
lo que necesitan las personas,
lo que duele en el mundo.
Deberíamos escuchar sabiendo que es la única puerta
que abre el camino del aprender,
de la sabiduría y de la vida buena.
Deberíamos escuchar la naturaleza
y cuidarla incluso con más cariño
que el que pone ella en cuidarnos a nosotros.
Deberíamos escuchar el canto de los pájaros,
el discurrir del agua en el río y en el mar,
el grito del viento que huye de una temperatura a otra.
Deberíamos escuchar a las personas,
pero también a los animales, y a las plantas,
y a la tierra y a todo lo que habla sin decir palabra alguna.
Deberíamos escuchar la gran creación humana, la cultura:
las formas buenas de vivir, las artes, la ciencia,
todo lo que ha sido creado para hacer más humanos a los seres humanos.
Deberíamos escucharnos a nosotros mismos,
dejando aparte los ruidos que nos ensordecen
y oyendo con atención lo que somos, lo que vamos siendo.
Deberíamos callarnos de una maldita vez y escuchar.
Escucharlo todo, redescubrir el silencio, la potencia creadora del silencio
y la solemne necesidad y obligatoriedad del respeto.
Deberíamos escuchar.