martes, 19 de julio de 2011

Letras que hago mías: Gerard Mortier / 1






Gerard Mortier, Director artístico del Teatro Real de Madrid, nació en Gante (Bélgica), en 1943, y, tan preocupado por el presente político de su país como por el futuro cultural de Europa, está a punto de cerrar su primera temporada al frente del coliseo madrileño después de dejar su impronta en las principales estaciones del continente. En 1991 sucedió a Herbert von Karajan como director del Festival de Salzburgo, donde pasó 10 temporadas. Luego vendrían la creación de la citada Trienal del Ruhr y la dirección de la Ópera de París. Parece, pues, la persona adecuada para analizar el estado de la cultura en un tiempo en que esta vive su particular revolución industrial.

En el Suplementto de El País que celebra su 35 aniversario aparece una entrevista en la que dice lo siguiente:

Una obra de arte es algo espiritual, quitándole a la palabra toda connotación religiosa. Desde la Revolución Francesa tenemos mucha más democracia -que ha llegado más tarde para las mujeres-, pero la democracia ha sido sobre todo material. En Occidente, las conquistas sociales han humanizado el trabajo, pero no ha conseguido aún que la gente trabaje en algo que le interese. La democracia no ha llegado al espíritu, se ha quedado en el ámbito materialista. Eso se ve cuando vas a Moscú. No me gustaba nada el sistema comunista, pero la educación ha perdido el peso que tenía. Ahora está orientada al beneficio, a ganar dinero. Solo hay que ver los programas de las escuelas y las universidades. El ejemplo más claro es Estados Unidos. Cuando he dado clases de análisis sociopolítico del teatro me he encontrado con estudiantes de 20 o 22 años que no sabían qué era Fausto. Don Juan sí, pero lo confunden con Casanova.

Javier Ruibal y la Orquesta de Córdoba

sábado, 16 de julio de 2011

viernes, 15 de julio de 2011

Letras que hago mías: La frase




MANUEL VICENT
La frase
El País  03/07/2011

Las elecciones generales se ganan con una sola frase. Como si se tratara del lanzamiento del coche del año o de una nueva pastilla de jabón, en Norteamérica el programa de un partido político se resume en un mensaje corto, rotundo, dirigido al subconsciente colectivo. Cada candidato a la Casa Blanca se presenta amparado bajo su eslogan, que repite durante toda la campaña hasta que acaba por perforar el cerebro del elector. Es la economía, idiota, fue la consigna de Clinton, que movió las manos al escoger su papeleta. El eje del mal, con esas cuatro palabras ganó las elecciones George Bush después del cataclismo de las Torres Gemelas. Yes, we can, repetía Obama en todos los mítines como un mantra. En nuestro país el Partido Socialista llegó al Gobierno en 1982 solo con esta breve expresión: por el cambio. Después de tres mayorías absolutas Felipe fue desbancado finalmente cuando el exabrupto imperativo "¡márchese, señor González!" vertido como una gota malaya fue asimilado por la opinión pública como una necesidad perentoria, pero el mismo día del atentado de Atocha el propio Partido Popular quedó abatido porque Rubalcaba encontró la frase precisa que sintetizó toda aquella tragedia social, moral y política. España no se merece un Gobierno que le mienta. Fue el gancho en la mandíbula que puso a flotar juntos en la lona a Aznar y a Rajoy. Ahora al Partido Popular, sin un programa explícito, le basta con percutir en el yunque con un martillo este binomio siniestro: Zapatero y cinco millones de parados. Elecciones anticipadas. Una cosa lleva a la otra. Toda la diabólica complejidad de la crisis económica ha sido reducida a este elemental principio de causalidad que la opinión pública ha terminado por asimilar. El problema del Partido Socialista consiste en que no parece encontrar una frase atractiva para repescar a sus electores que le han abandonado. Un estadio lleno de gente, considerado como una sola unidad, tiene la psicología de un niño de nueve años. El cerebro del electorado no da para más de dos ideas a la vez. Se trata de encontrar una expresión, incluso un solo vocablo, que exprese toda la desesperación de la izquierda y la obligue a rechazar una vez más esa pastilla de jabón con que Pilatos se lavó las manos. Si me odias, vótame.