domingo, 3 de julio de 2011

Las cosas de los curas




Me acabo de enterar que un señor llamado Roberto Esteban Duque, que, según dice él mismo, es sacerdote diocesano de Cuenca, párroco y doctor en Teología Moral, ha escrito una cosa llena de palabras –este señor dirá que es un artículo, pero yo, no- y lo ha publicado en otra cosa que se llama Ecclesia Digital. Información al minuto. Copio aquí sólo el primer párrafo de la cosa. Y tengo que decir algo que no me gusta mucho decir y que lo digo con una cierta desazón: se nota que la cosa y el que ha escrito la cosa son vulgares cristianos de hoy. Y se les nota, no porque sean un ejemplo de amor, de paz, de esperanza, de sabiduría y de humanidad, sino porque, como tantísimos cristianos de hoy, que no saben que han perdido la fe, muestran todo lo contrario, o sea, ignorancia, prejuicios, falta de respeto, grosería, chatez mental y mucha soberbia. Fíjate, lector, lectora, como empieza la cosa. Te sugiero que lo leas dos veces para que te convenzas de que dice lo que crees que dice.
Como está demostrado que la mayoría de los gays no leen -no vayan a pensar ustedes que hoy pueda encontrarse a la vuelta de la esquina, escuchando un concierto mudo, a un lector de Cernuda o Wilde entre los paseantes de Chueca- podríamos comenzar diciendo que el colectivo LGTB (lesbianas, gays, transexuales y bisexuales), que tan petulante se desparrama por la calles o alcanza la altura de las carrozas para celebrar el Orgullo, es un colectivo ignorante, asediado por la frivolidad y la ordinariez. ¿No haría inerme esta astenia estética y cultural a cualquier movimiento en la sociedad?
No creo que merezca la pena que leas el resto de la cosa, pero si te pica la curiosidad y quieres conocer mejor cómo fabrican estas cosas estos escribidores de cosas, te dejo el enlace aquí. En todo caso, no te amargues. En la Manifestación del Orgullo había mucha más vida que la que deja entrever esta cosa.



La belleza del Orgullo LGTB de Madrid




Alegría. Sobre todo había alegría esta tarde en la manifestación del Orgullo de gays, lesbianas, transexuales y bisexuales de Madrid. Era una alegría sana, contagiosa, se podría decir que universal. Y la alegría es bella. Las calles estaban llenas de gente y estaban de fiesta porque hoy se mascaba la libertad y la belleza. No se trataba sólo de pensar, opinar y decir lo que cada cual quería. Era que cada uno se vestía o se desvestía como quería y todos estaban contentos. Era que cada uno le daba la mano o abrazaba o se colgaba de quien quería y no pasaba nada. Era que cada uno le mostraba su cariño a quien le daba la gana y no pasaba nada. Y esa libertad hacía que brillara la belleza. Salía belleza de los cuerpos, de la música, del colorido, de la fiesta. La libertad de esta tarde, tan bella, era una libertad justa, porque a través de ella se gozaba de la igualdad. La libertad es buena y bella, pero sin igualdad no es justa. Y hoy todos éramos iguales. Daba igual el sexo, la edad, la procedencia o los gustos personales. Hoy no había armarios porque todos estábamos en la calle. Y no pasaba nada. Había hasta cristianos homosexuales, pero faltaban los otros. No se vio por allí a los intolerantes, a los homófobos, a los que se creen absurdamente poseídos de una verdad extraña y mala. Si hubiesen estado allí con la mente limpia de prejuicios, hubieran gozado también. Saludé con cariño a Pedro Zerolo. Le di una sonrisa a tod@ el/la que pude. Me pasé seis horas mirando, gozando y haciendo fotos. Volví a casa con la pena de saber que mañana habrá menos alegría, menos libertad, menos belleza y menos justicia, porque no nos dejarán ser iguales. Habría que estar muy alerta para no olvidar quiénes son los que no nos dejan vivir el orgullo de la igualdad.

viernes, 1 de julio de 2011

jueves, 30 de junio de 2011

Y cerré la puerta.


Vino al día siguiente de haberse entregado los boletines de notas a los alumnos. Su hijo no había recogido el suyo y le había dicho que había suspendido seis asignaturas. Estaba un tanto angustiada. Se le notaba sobre todo en la voz que salía por el hueco que dejaba una chilaba verde claro hasta los pies y un pañuelo de un color muy parecido que le cubría la cabeza y el cuello. Le enseñé el boletín y su hijo había suspendido siete, no seis. Mohamed es un tipo con capacidad, pero que está bloqueado y no estudia prácticamente nada. Fátima, su madre, no sabe qué hacer con él. Quiere que estudie, pero no lo consigue. El marido de Fátima está muy enfermo en el hospital. Si le dan el alta, a los dos días tiene que ser ingresado de nuevo. Está muy mal. A Fátima se le saltaron las lágrimas por primera vez contándome esto. Ella atiende como puede a su marido y a su hijo. A uno lo asiste en el hospital y al otro le hace la comida y le lava la ropa y anda del hospital a su casa y de su casa al hospital un día y otro y ya no puede más. Va por la calle como ida, porque duerme mal y está cansada y no se siente bien, pero no quiere ir al médico por miedo a que no pueda entonces atender a sus hombres. A Fátima le rebosaron de nuevo por los ojos unos gruesos lagrimones y no pude mantenerme ajeno del todo a su vivencia. Le duele la espalda, tiene los tobillos hinchados, le duele la cabeza y está muy cansada, pero teme ir al médico. A su hijo procura comprarle lo que necesita buscando el dinero de donde sea para evitar que haga lo que no debe. Le recomiendo que no lo mime tanto, para que aprenda que la vida no es fácil y que no hay nada que sea gratis. Le pido que le diga a su hijo que venga a verme al día siguiente y le aseguro que intentaré hablar claro con él. Le insisto en que vaya al médico, que se cuide. En la antesala de la despedida, pongo mucho interés en decirle que todos somos iguales y que tanto derecho tiene su marido a curarse como ella a sentirse bien. Me mira con una sonrisa tierna que quiere decir que está de acuerdo, pero que en su caso eso no es así y que le ha tocado una vida dura y difícil. Estoy seguro de que lo interpretó así porque de su sonrisa salieron nuevas lágrimas, mezcla de pena y de cansancio, de un cansancio que me pareció brutal. No sé si me salté el protocolo que le impone su cultura, pero le di la mano como despidiéndome y se la apreté todo lo que me pareció y todo el tiempo que me sugirió el alma. Le di una sonrisa y se fue al hospital a ver al marido.

Desde entonces estuve esperando al hijo. Hoy, mi último día en el Instituto, lo esperé hasta última hora. No vino. Así que baje la persiana. La habitación que había sido mi refugio creativo, mi lugar de trabajo durante más de veinte años, quedó a oscuras, inundada por la penumbra. Ya no había nada que explicar, los recuerdos serían ahora estériles, así que no miré atrás. Giré el pestillo que impediría que luego se pudiera abrir la puerta y la cerré. Saqué las gafas de sol y me las puse. Respiré hondo. Bajé las escaleras. Dejé las llaves en la conserjería y me despedí de los que estaban allí. No tenía nada que decir. No eran momentos para las palabras. Se trataba de mirar al frente, de seguir adelante, de no fijarse en las estelas en el mar.

Salí de allí y desde ese mismo instante entré aquí.


miércoles, 29 de junio de 2011

Palabras




Su acción acababa cuando terminaban sus palabras.  La pequeña vela que iluminaba su mundo se apagaba cuando dejaba de hablar. La esperanza se desvanecía y las sombras se alargaban bruscamente cuesta abajo y se convertían irremisiblemente en oscuridad.

Wayne Shorter


martes, 28 de junio de 2011

Democracia irreal



Creo que en este país habría que dejar bien clara una cuestión, no sólo de límites, sino también de procedimientos. Parece ser que unos señores, que son obispos de la Iglesia católica, cada vez que les conviene, se autorizan a sí mismos, con argumentos que les convencen también a ellos mismos, a inmiscuirse en las leyes que democráticamente se dan todos los españoles, a opinar sobre la misma y, sobre todo, a generar una campaña episcopal en contra de ella. Véase, por ejemplo, el caso de la ley de muerte digna. La Iglesia, al parecer de estos señores, puede opinar sobre la sociedad civil cuando le venga en gana. Y, de hecho, lo hacen siempre de arriba abajo, confundiendo su verdad con la verdad y usándola para juzgar con ella lo que la sociedad decide democráticamente.

Sin embargo, cuando el procedimiento tiene lugar en dirección contraria, parece que la facilidad, la libertad, la igualdad y la tolerancia no funcionan de la misma manera. No hay más que ver el caso de la profesora de un Instituto que fue enviada a un colegio privado, concertado –o sea, financiado con fondos públicos- y regido por monjas, a hacer unas lamentables pruebas que organiza la Comunidad de Madrid. La profesora vestía una camiseta en la que no estaban dibujadas las siglas del grupo AC DC ni la lengua alargada de Mick Jagger, sino que contenía la expresión “Escuela pública de tod@s para tod@s”. Pues bien, como la profesora en cuestión no es obispa –no podría serlo, dado el machismo imperante en la Iglesia católica- y su opinión no era bien vista por los rectores o rectoras del colegio, fue denunciada a la DAT de Madrid-Capital, esto es, al organismo público del que depende la enseñanza en esa zona de la capital. Un inspector, que pertenece también a ese mismo organismo, al que está adscrito como funcionario, le abrió el correspondiente expediente y propuso una sanción que el Director de la DAT asumió y comunicó a la profesora.

De manera que los curas pueden opinar, criticar, oprimir e incluso decir barbaridades sin que nadie les diga nada ni les sancionen. Pero un ciudadano que tenga su propia opinión, si ésta no gusta a la Iglesia o a alguno de sus miembros, se organiza enseguida una minicruzada de defensa/ataque para que la crítica no se tolere y para que los organismos públicos no ejecuten las normas civiles, sino los caprichos religiosos de unos señores que se sitúan siempre por encima de las normas de la sociedad.

Desgraciadamente, esta es la irreal democracia que realmente tenemos y a la que se apuntan con entusiasmo grandes masas de individuos del país. Y la gente cada vez más dormida y el hedor creciendo.


Lisa Gerrard

lunes, 27 de junio de 2011

Infierno



Debería haber una especie de infierno razonable en el que cada cierto tiempo nos hicieran comprender, no simplemente ver, sino comprender nuestros propios errores. Y que luego nos devolvieran de nuevo al mundo. Sería mucho más justo y más eficaz que esa bastedad del castigo final y eterno.