Mañana día 1 de junio compañeros actuales y antiguos nos ofrecen una comida a los cinco profesores que hemos optado este año por jubilarnos voluntariamente.
Reunirse para comer y pasar un buen rato siempre es agradable y por eso les quiero agradecer la iniciativa. Lo que ocurre es que yo soy más bien raro, más bien torpe para algunos ritos sociales y más bien soso con los actos que no acabo de entender. Y como este es uno de ellos, ando con el ánimo escindido entre el no tener muchas ganas de darle vueltas al tema de la jubilación y el no querer pasar por desagradecido con unos compañeros que organizan y participan en este acto con su mejor intención.
En mi trayectoria vital, una de los objetivos que pretendo es el de incrementar mi sensibilidad para todo aquello que suponga un aprendizaje, un crecimiento, una experiencia enriquecedora, un avance en mi humanidad. Pero jamás he tenido sensibilidad alguna para los momentos únicos en la vida. Siempre recordaré la víspera de la Jura de la Bandera en el cuartel en el que hice el servicio militar. Un brigada o un sargento, no me acuerdo bien de este detalle porque nunca llegué a dominar el código de los galones, con un vozarrón tremendo, al igual que su carácter, a los que andábamos allí dispuestos a lo que fuera menester nos gritó que si el día de la Jura no nos emocionábamos, no nos emocionaríamos nunca. Yo no me emocioné y no viví esta ausencia de sentimiento de manera demasiado impactante, salvo que el trance me aportó un granito de arena más en mi autoconsideración como un ser un tanto raro. Lo mismo me pasó –bueno, quizás fuese aún peor- el día de mi boda, o el día que saqué la oposición o, en general, los días que parecen señalados como irrepetibles. Siento más emoción con lo que ocurre en un día normal que con lo que viene ya de antemano cargado con una necesidad de vivencia fuerte. De hecho, lo he pasado mucho peor, con mucha más carga emocional, en los preparativos de la decisión de jubilarme que ahora.
Entiendo perfectamente que para muchos la jubilación sea un momento alegre y deseado. La génesis del término parece abonar esta teoría. En efecto, la etimología de jubilación es posible que sea doble. Por una parte, procede del latín jubilare, que significa dar saltos de alegría, emitir iubilis, gritos de gozo, como los que proferían los pastores y los campesinos en los ratos de fiesta. Tanta alegría y tanto escándalo hace referencia a que se cesa en el trabajo, palabra de origen también curioso, pues procede del latín tripalium, un instrumento de tortura formado por tres palos, del que se colgaba al esclavo cuando se le quería azotar. De tripalium viene trabajo, una tortura y un sufrimiento de los que se huye con saltos y gritos de alegría en la jubilación.
El otro posible origen de jubilación viene por la línea hebrea. Establecieron los hebreos que, tras 49 años de trabajo (7 veces 7), debería venir uno de descanso, un año jubilar, cuya celebración comenzaba con el sonido de un yyobel, un cuerno de cabra que daba paso a la fiesta.
Torturas, sufrimientos, cabras, pastores, todo esto, junto con su simbología, me cae bastante lejos de mi vida concreta.
En realidad, ahora me siento como en una nube. No sé qué cara poner. Si se trata de sentir alegría, no siento demasiada: un poco sí, por huir de algunos aspectos desagradables, y un poco no, por dejar lo bueno de este oficio. Y si sintiera tristeza, no creo que encima haya que ir a una comida de tristes a no se sabe muy bien qué. Si se trata de una comida de despedida, me parecen conceptos contradictorios, puesto que las comidas son alegres, mientras que las despedidas son tristes.
En fin, que agradezco muy de veras el acto, porque sé que está pensado con una buenísima actitud, que espero que no se abra demasiado el cajón de las emociones rebosantes, que no hacen más que incordiar, y que los que han organizado este evento no salgan defraudados. Espero que no se les ocurra llevar un cuerno de cabra y que, encima, mis colegas empiecen a dar saltos de alegría y gritos de júbilo.