Qué bonita es la lluvia, con su ritmo
acompasado, con su suave tintineo sobre los cristales, con su dulce
discurrir por el espacio hasta caer mansamente sobre la tierra, sobre
el suelo de las calles o sobre el mar. Qué limpio deja el aire la
lluvia y qué fresquito tan apetecible se percibe a su paso. Tus
mejillas se quedan impregnadas de una discreta humedad. Es verdad que
a la garganta no suele sentarle bien la lluvia, pero el placer de que
por tu rostro resbalen unas frescas gotas de lluvia es impagable. Por
no hablar de los campos y de los jardines, tan necesitados siempre de
ese oro líquido y transparente.
Yo todo eso lo entiendo y lo comparto.
Lo que ocurre es que después de una eternidad lloviendo y lloviendo
y cayendo agua como si todos ahí arriba se hubieran dejado abiertos
los grifos, uno termina muy harto ya de tanta lluvia. Vamos, que uno
acaba hasta los mismísimos cojones de las nubes, del agua y del
viento frío que la mayoría de las veces la acompaña. Que uno lo
que está deseando es poner sus evidencias al sol en una playa libre
en donde ni el cielo se vista con ninguna nube, pero parece que hay
algún castigo cósmico que nos obliga a ver llover todos los días y
a todas horas. Que abres la ventana y ves ya siempre lo mismo: gotas
de agua y gotas de agua y gotas de agua. Ya está bien de tanta
lluvia. Que la Naturaleza se acuerde de Etiopía, en donde nunca
llueve, y nos deje descansar un poco. Entre la lluvia y el PP -que
ninguno de los dos se va- vamos listos. Buenos días.