Llega un momento en el que el viejo,
tenga la edad que tenga, decide dejar de aprender: ya sabe todo lo
que hay que saber.
El viejo, tenga la edad que tenga, se
deja llevar por los vicios adquiridos. Ya da igual que le digas que
actúe de otra manera o que no se lo digas: no hará lo que deba
hacer, sino solo lo que le apetezca.
El viejo, tenga la edad que tenga,
quiere siempre tener razón. Necesita destacar y la única manera que
encuentra es la de ponerse terco y decir mil veces que las cosas son
como él dice: contra un terco es difícil todo.
El viejo sensato, que sabe que no está
ya en su mejor estado de forma, se sitúa en una segunda fila para no
incordiar, por ejemplo, opinando sobre lo que no sabe. Pero quedan
pocos viejos sensatos, tengan la edad que tengan: disfrutan siguiendo
en la primera fila del mando, diciendo barbaridades y haciendo cosas
sin sentido.
La sonrisa del viejo, tenga la edad que
tenga, se parece a la de un niño: se ríe de lo que desconoce, de lo
que no entiende o de lo tiene una opinión torcida.
El viejo, tenga la edad que tenga, es
desconfiado: en lugar de aceptar lo nuevo para analizar si es bueno o
no, duda de lo que no ha visto nunca al grito de “¡Otra novedad!”
o “Esto no puede ser así”.
La vejez puede llegar en cualquier
momento, se tenga la edad que se tenga. Vivir no es solo seguir
aprendiendo algo cada día, descubrir lo valioso que tiene la vida,
analizar bien todo lo que uno se encuentra, aprender a pensar y a
decidir la mejor opción, sino aprender a ser en su día un viejo
sano, a no molestar y, en la medida de todo lo posible, a no ser una
carga excesiva para nadie.