Vi hace días por la abigarrada Gran Vía de Madrid a tres mujeres vestidas, o como se pueda describir el hecho, con el niqab que usan algunas musulmanas en Arabia Saudí. Se trata de una tela negra que le cubre todo el cuerpo, salvo una abertura horizontal a la altura de los ojos que les permite ver. Dentro de esa enorme máscara negra va un ser humano, posiblemente mujer, aunque no se sepa ni su edad, ni sus facciones, ni su estado de ánimo ni si tiene ganas de vivir o no.
Es la segunda vez que veo a mujeres así. La primera fue en la no menos abigarrada planta de ropas de mujer de unos grandes almacenes. Me producen siempre un impacto grande por lo lejos que se sitúan, es posible que en contra de su voluntad, de mi idea de lo que debe ser un ser humano.
Recuerdo que en mi infancia me metieron en la mente ciertas ideas que en el fondo son muy parecidas a las que hay detrás del niqab, del burka y de todos estos detalles que convierten a la mujer en una cosa sin libertad y en un objeto propiedad de algún hombre o, más bien, de los hombres. Decían entonces que el cuerpo de la mujer había que ocultarlo porque la belleza no debía mostrarse y que el recato, las buenas costumbres y los buenos modales deberían ser las notas propias de una mujer decente. Ciertamente no llegaban a los niveles musulmanes, pero la consideración de la mujer era estructuralmente la misma: deben mantener su cuerpo en buena medida oculto.
Afortunadamente me he ido quitando de encima estas ideas, que no sólo son ñoñerías, sino expresiones de una terrible discriminación que convierte la belleza de la mujer en fuente de males, aunque éstos estén situados más bien en la mirada del hombre. Por eso me emociona hoy ver a una mujer que no se preocupa por tapar su cuerpo, sino que se muestra con naturalidad, como si por encima del sexo y, por supuesto, de las religiones hubiera un ser humano libre y dueño de todo su ser.