Los gritos procedían del otro lado de
la plaza. Era una plaza grande, más o menos redonda y con unas
estatuas en el centro. Estaba situada en una de las zonas más
valoradas de la ciudad, aunque la frecuentaban personas muy variadas.
Me paré para identificar los gritos, por si alguien se encontraba en
situación comprometida. Pude ver que procedían de un chaval de
catorce o quince años, vestido con la indumentaria de un equipo de
fútbol y con el peinado habitual en los jóvenes de esas edades. Le
gritaba a una chica, más o menos de su edad, que los encajaba sin
pronunciar palabra ni hacer ningún gesto. Diría que los aceptaba
con naturalidad. El chaval tenía una voz aniñada, pero se
comportaba de manera muy contundente. A veces parecía que la cosa
podía ir un poco más allá del límite vocal, dado el volumen de
los chillidos. De vez en cuando él se paraba, incluso en mitad de
una calle por la que circulaban automóviles, y ella se paraba con
él, no sé si esperando que se le pasara el enfado o porque no tenía
más remedio que hacerlo. Él daba muestras de haber aprendido bien
su papel de macho dominante, y ella de no haberse dado cuenta de a
quién llevaba a su lado y de no tener demasiado clara la idea de
dignidad. Vi en ellos un buen ejemplo de mala educación o, quizá,
de ausencia de educación, que posiblemente sea lo mismo. Ni él
parecía saber cómo debe comportarse un hombre junto a una mujer -y
junto a cualquiera- ni ella evidenciaba que le hubieran dado algunas
pistas para descubrir a un posible maltratador y poder quitarse de en
medio enseguida.
Habíamos salido a dar un paseo que, a
pesar del mal sabor de boca que me dejó el episodio de los gritos
aflautados del chaval vestido de futbolista, fue muy agradable. A la
vuelta atravesamos una zona en las que los fines de semana y durante
el verano colocan una terrazas. Sobre unas estructuras metálicas
colocan unos techos a dos aguas que resguardan al usuario del sol y
de la humedad. En los laterales de estas estructuras se sitúan unas
columnas planas, de unos treinta centímetros de ancho por cinco o
seis de espesor, sobre las que se apoyan los extremos de las
cumbreras de los techos.
Delante de nosotros iba un grupo de
chavales, más o menos de la edad del gritón del episodio anterior.
En la cola del grupo iban tres chicos, un poco separados del resto.
Al llegar a una de las columnas de la terraza, a un par de metros de
ella, se pararon. Uno de los chavales tomó carrerilla y le dio un
buen cabezazo a la columna, no se sabe si comprobando la dureza de su
cráneo o con ánimo de derribar la estructura, en cuyo caso el techo
caería sobre ellos. No ocurrió más que unas risotadas que soltaron
los tres. Luego, otro de los presentes repitió el cabezazo con los
mismos resultados. A continuación, el tercero probó fortuna con las
mismas consecuencias. Tras la proeza, los tres, se supone que con
algún chichón que certificara la gloriosa aventura, siguieron su
camino intentando alcanzar al grupo que, ajeno al espectáculo, había
seguido adelante.
Para no alarmarme demasiado, procuré
pensar que estos eran casos aislados, fruto de los calores veraniegos
y de la desocupación de los chavales, pero no logré quitarme de
encima la preocupante sensación de un futuro intranquilo.