Tal día como hoy de 2005 murió Victoria de los Ángeles.
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El problema fundamental de la vida es un problema ético. ¿Cómo actuar hoy para crear un mundo más humano? ¿Cómo actuar de manera humana para crear un mundo mejor?
Yo nací en agosto, en la costa de la luz. Desde mi más tierna infancia estoy acostumbrado a oír expresiones tales como “Ojú, qué caló” o “A ver si viene el verano ya”. Ya sé, porque lo dijo Juan Pablo II, que el infierno no existe -una pena-, pero mientras existió estuve del lado de quienes, siguiendo a Dante en la Divina Comedia, pensaban que lo que abundaba en él era el frío, un frío terrible y helador. Lo del calor tórrido era algo, al parecer, más eficaz para asustar a la gente y hacer que se sometieran a la religión oficial.
El caso es que Filomena, esa odiosa borrasca o lo que sea, ha convertido a Madrid y alrededores en un dantesco infierno, que no será eterno, pero que parece que tardará una eternidad en desaparecer.
Hoy tuve que salir. Ya faltaban en casa algunos alimentos, sobre todo frescos, y había que tomar medidas. Así que me calcé unas botas que otra Filomena de estas, que nos atacó a traición en una ciudad del norte de España, me obligó a comprar y no había vuelto a usar; me encebollé con cuatro o cinco capas de ropa; me puse un gorro para evitar que el 80% del calor corporal se escapara por la cabeza, como suele ocurrir; cubrí las deterioradas manos con unos guantes; tomé el carro de la compra, el gel hidroalcohólico, la mascarilla y un bastón, para evitar resbalarme con el hielo, y me eché a la calle como quien se mete en la selva, o en el polo norte, a ver si salía ileso de la aventura.
Fue una pena que no me hiciera una foto, porque debí de ir hecho un lamentable cromo. Embutido en un abrigo alemán que me compré hace lo menos veinte años y que todavía dura, con la mascarilla, unas gafas fotocromáticas que, en cuanto ven el sol o la nieve, se ponen oscurísimas, el sombrero calado hasta las cejas, el carro en una mano y el bastón en la otra, no sé si daba la imagen de un asesino que transportaba a su víctima en el carro de la compra o la de un anciano enfermo que no podía valerse por sí mismo. Había leído que en estos casos, para evitar que en un resbalón se caiga uno para atrás -no quiero ni pensarlo-, lo mejor es ir con las rodillas un poco flexionadas, algo inclinado hacia adelante y andando a pasitos cortos apoyando bien los pies. Seguí estas recomendaciones al pie de la letra.
Ya habían pasado las máquinas quitanieves que la alcaldesa, con buen criterio, había alquilado para limpiar, al menos, el centro de las calles de la ciudad. La calzada estaba bien, se podía andar, aunque de vez en cuando aparecían unos trozos de hielo que te hacían olvidar toda tranquilidad y te devolvían al mundo en el que hay que tener cuidado permanentemente.
Yo iba con mis pasitos cortos y mi disfraz de friolero. De pronto, vino hacia mí un señor con un anorak de nada y un perro. Yo iba a encarar una zona de hielo en la que no daba el sol. Seguro que me vio pinta de tullido, de ser desvalido o de inútil, no sé. Los pasitos cortos y el bastón no invitaban a nadie a pensar que era un galán de Hollywood. El buen hombre se me acercó y me dijo:
—¿Quiere usted que le pase el carro al otro lado del hielo?
Me quedé frío, quiero decir, que se me congeló la mente, porque el cuerpo entonces ya estaba cocinándose a baja temperatura.
—Bueno, si es usted tan amable —le dije.
En un santiamén depositó el carro unos metros más adelante. Volvió y, con una generosidad que me hizo creer un poco más en la humanidad, me soltó:
—Agárrese a mí, que le ayudo.
Claro, yo estaba perplejo. Si el maldito hielo no hubiese estado allí, le hubiese dicho que, oiga, que no soy tan mayor, que puedo ir solo, que tampoco es para tanto y que muchas gracias, pero de lo que no tenía ninguna gana era de discutir ni de hacer ver al buen hombre que todo aquello no era más que la manera que un tipo del sur tenía de enfrentarse a una catástrofe nórdica, como es esta nevada filomenal. Pensé que lo más económico era agarrarme del brazo del buen hombre y andar con él los pasos que me separaban del asfalto seco y seguro. No quise quitarle de la cabeza la posible idea de que estaba socorriendo a un necesitado, así que seguí con mis pasitos cortos, mi bastón e intentando dar la impresión de ser un incapaz que requería ayuda, para no crearle al buen hombre una situación desagradable.
—Muchas gracias. Es usted muy amable —le dije, ciertamente agradecido por el detalle que había tenido con este inútil del sur.
No sé si sería mi voz, impropia del disfraz que llevaba puesto, o algún gesto que se me pudo escapar, el caso es que algo terminó por no cuadrarle mi generoso y fugaz acompañante, porque en cuanto llegamos a tierra firme, me soltó y no quiso saber nada más de mí.
Yo proseguí mi camino, andando despacito, con la mirada puesta en el suelo, acarreando el maldito carro y apoyando el bastón con cuidado en el suelo. Llegué al supermercado atravesando algún que otro océano de hielo de tres o cuatro metros de longitud y andando por la calzada la mayor parte del tiempo. Hice la compra y volví. El camino era cuesta arriba y tenía que tirar del carro lleno, pero no hubo mayor contratiempo.
En cuanto llegué a casa, me quité todo el disfraz, incluida la mascarilla y las gafas. Me miré al espejo y comprobé con alegría que no es que pareciera un jovencito, pero que, con un buen maquillaje y una luz adecuada, aún podría hacer algo en Hollywood.
Tal y como están las cosas, hay que adoptar más que nunca una postura constructiva, generosa, amable y, en resumen, humana: te pido que sonrías. Sonríe, por favor, si es que los demás te importamos algo y entra dentro de tus cálculos que estemos un poco mejor, más a gusto y más relajados. La sonrisa hace bien a quien la practica y mucho bien a quien la observa. En medio de tanta adversidad te pido que, por favor, sonrías. Sonriamos, por favor. Gracias.
12 de enero de 2020
Hay un miedo que recorre las mentes de las personas que intentan tomar conciencia del mundo en el que viven.
Es el miedo a la soledad.
Hoy Iñaki Gabilondo se ha despedido del programa. Su análisis constante de la realidad le ha llevado a la postura más realista que una persona inteligente puede tener: el pesimismo. No quiero ser un cenizo pesimista, ha dicho, a la vez que ha reconocido lo difícil que es mantener una actitud crítica y constructiva en el mundo crispado en el que estamos.
Es un abandono que nos merecemos. Nadie puede estar clamando en el desierto toda la vida observando que cada vez menos personas escuchan, menos personas piensan, menos personas tienen una opinión propia, y, en cambio, más personas no hacen más que ruido. No puede llegar el día en el que se apague la luz y te encuentre rodeado de quienes se tragan lo intragable y renuncian a lo razonable. Comprendo perfectamente su actitud. Si yo hubiese estado en su lugar, hubiese hecho lo mismo.
Ahora los lunes, a las 10 de la mañana, se dedicará a escuchar a jóvenes que tengan algo que decir, a quienes entrevistará. Nunca olvidaré sus Hoy por hoy, sus comentarios de las ocho y media, sus intervenciones, siempre cargadas de racionalidad, de clarividencia y de buen hacer periodístico. Y se lo agradeceré permanentemente.
Como ciudadano, hoy es un día triste.
Una de las características de la vejez es que se empequeñece la amplitud del campo de las ocupaciones y las preocupaciones vitales. Las pocas de ellas que quedan suben de intensidad, a veces, de manera muy llamativa y poco equilibrada. Esto no ocurre de forma tan notoria en la ancianidad, que mantiene una actitud mental joven, pero sí en la vejez, que alberga una mente cerrada y ajena a la realidad.
Pero a la vez que decae el número de temas que ocupan el tiempo de las personas viejas, aumenta la simplificación en la manera de abordarlos. Toda la inmensa complejidad de la realidad queda reducida en estas personas a sus aspectos más llamativas o a los que les suscitan más interés, olvidándose de todos los demás. Es por eso por lo que la opinión de los ancianos, que mantienen la mente joven y abierta, es útil para las personas y para la sociedad. En cambio, la de los viejos no suele ser más que una invitación a la comprensión y a la compasión. Y recordemos que se puede ser viejo a cualquier edad.