El baile. La vida y el baile son, en el
fondo, lo mismo.
Hay que tener, para bailar, un cierto
tipo de humildad para que uno sea capaz de dejarse inundar por el
ritmo y por la melodía de la música, y para que el fruto de ese
torrente acompasado que nos asalta salga luego fuera. No se puede
bailar sin una cuota importante de receptividad, de saber escuchar,
para que la música y el cuerpo armonicen hasta el punto de que
parezcan uno solo.
Para bailar es indispensable la
creatividad. Cada vez que se baile la misma canción ha de parecer
que se hace de manera distinta, aunque en el fondo no sea así. La
mecánica fría y el baile no tienen nada que ver. Cada paso ha de
dar la impresión de que es diferente al anterior, aunque sea el
mismo. Cada momento, aunque sea repetición de lo ya hecho, ha de
hacer creer a quien baila y a los demás que es una ocasión llena de
frescura en la que se está creando belleza.
Se baila con otra persona. Rara vez se
baila solo y, aun en este caso, se suele bailar para alguien. No se
baila con alguien indiferente como pareja, sino con una persona. El
baile, en el fondo, es un diálogo entre dos personas que quieren
entenderse para generar belleza. La persona con la que bailas tiene
un cuerpo, con el que tienes que jugar a bailar, y una mente, con la
que tienes que intentar comunicarte. Son dos mentes, que van a vivir
una experiencia común y única, y dos cuerpos que se acercan, se
alejan, se rozan, se aprietan, se tocan y se sienten. Cuánta vida
truncaron y cuánta juventud envejecieron prematuramente aquellos
resentidos ensotanados que proclamaban, poseídos por la suciedad
mental de la opresión religiosa, que entre los cuerpos debería
circular siempre el aire. Vaya maleducados maleducadores.
Bailan dos rostros poseídos por el
arte embaucador de la música. Bailan dos miradas que se adivinan
mutuamente intenciones, proyectos y sentimientos, que se intercambian
palabras que nadie oye, que se dicen lo que disfrutan moviendo sus
cuerpos con la cadencia que surge de la creación en común. Bailan
dos sonrisas que muestran dos placeres, quizás diferentes, quizás
similares, pero dos placeres juntos y generados en dos personas
entregadas al gozo emocionante de hacer visible la música.
Bailan los pies y las manos y los
cuerpos y las mentes. Baila el aire de alrededor, bailan los sonidos
dentro del cerebro, bailan las emociones, bailan las ropas, bailan
los olores, bailan las sensaciones de sentir cerca a un hombre, a una
mujer. A veces bailan a su ritmo las lágrimas que rebosan de placer
por los ojos de los que bailan. Bailan los silencios que acogen
respetuosos la música. Bailan también los traspiés, los errores,
los fallos. Bailan dos vidas, porque la vida tiene las mismas
peculiaridades del baile. La vida es escuchar humildemente, es ser
receptivo, es crear con los otros, es gozar, es disfrutar, es hablar,
es sonreír, es procurar que se den la armonía y la belleza, es
poner cada cual de su parte lo mejor de sí mismos, es dialogar con
el cuerpo, con la mente, con las ideas y con los proyectos, es
construir cada momento, es compartir de la manera más satisfactoria
posible el tiempo que dure la música de la existencia. Claro que la
vida lleva también dentro de sí el riesgo de equivocarse, de pisar
al otro, de dar un traspiés, de hacerlo mal, incluso de que no
quieran bailar contigo. La vida es así. Como el baile.
Le bal es una preciosa película de Ettore Scola que muestra los cambios habidos en una sociedad sin salir de una sala de baile. Puedes verla aquí.