¿Dónde escondimos la grandeza?
¿En qué fangos se hundió
para dejarnos este mundo
tan poco vivible para tantos?
Con la grandeza se fueron
los valores que nos hicieron concebir,
allá a lo lejos,
un mundo cada vez mejor.
Sin la grandeza que nos atraía
con la fuerza de la vida buena,
la alegría se convirtió en asco,
un asco creciente
que aparece en cualquier lugar,
en cuanto se ahonda un poco.
Desapareció la grandeza, y, sin
embargo,
no nos dejó en su lugar la pequeñez.
Los niños son pequeños, pero
podemos aprender mucho de ellos,
y nos alegran la vida
y nos muestran valores que luego
perderán,
en cuanto les traspasen las costumbres
de esta sociedad.
No es la pequeñez
lo que nos encontramos sin grandeza,
sino la mediocridad.
Es el encumbramiento de lo aparente,
de lo fatuo,
del vacío repintado de purpurina,
de la estupidez interesada del bulo,
de la normalización y el gusto por la
mentira,
de la afición desmedida de las masas
por tragar cualquier cosa
sin ver lo que se están tragando,
sin saber lo que se meten en las mentes
y en los cuerpos,
del rechazo del pensamiento
para refugiarse en el capricho
que quiere satisfacerse ya.
Es, sobre todo, el deseo
del dinero y de la velocidad.
La grandeza de la generosidad ha sido
machacada
y se ha cambiado por la guerra contra
todos
por el dinero.
La grandeza de caminar todos juntos
ya cuenta poco.
El nuevo rey de la creación es el ego.
El tamaño de ese ego vacío es
lo único grande que va
quedando.
Si alguien desde algún poder
se propone
hacer algo por todos,
salen de sus cuevas como hienas
los muchos egos mediocres y necesitados
y se lanzan a la caza,
como sea, que vale todo,
contra quien osa suprimir
el individualismo,
la explotación,
el robo,
la mentira y
la mediocridad
del aire de esta vida.
Cada vez son más quienes
no soportan el perfume ciudadano de la
grandeza y
prefieren el hedor nauseabundo de la
mediocridad.
Sí hay salida, sí,
pero cada cual tiene que buscarla.