Ayer fue un día raro: a ratos, difícil, y, a ratos, pesado. No sé si sería la luna, con su influjo, o el sol, con su calor. Era, además, el día del debate, que resultó ser el día del modelo de conversación al uso, el día del cansancio frustrante de lo mal hecho, el día que se vio con mucha claridad una situación en la que, si no lo remediamos antes, nos van a obligar a mirar para atrás, a ser cultos a escondidas y a morirnos antes porque no habrá servicios sanitarios accesibles.
Me pasé la tarde trabajando en el ordenador. A media tarde se me ocurrió tomarme la tensión. Estaba bien, como era de esperar, pero, en mitad del proceso, el ordenador decidió ponerse en negro. No sé si se cansó de funcionar o fue un intento de evitarme la paliza de tragarme el debate. El caso es que se fue a dormir y tuve que recurrir a una matraca antigua, perdón, obsoleta, con el que me tengo que manejar.
Hoy tengo, como primer objetivo, recuperarme de la cantidad de mentiras concentradas en un par de horas nunca vista antes, del ruido cansino e indescifrable originado ante dos pasmarotes, que habrán cobrado por su imaginaria labor de moderación. Fueron los dos un modelo de lo que las derechas ultras quieren de los ciudadanos: que traguen todo lo que se les ponga por delante. Triunfó la estrategia de las derechas (ayer eran dos derechas muy parecidas con una sola cara visible): crear una maraña tupida de mentiras eficaces ante una masa de partidarios, de la que era muy difícil salir desmontándolas una a una. Hoy observo que casi todos se fijan en la estrategia, sin tener en cuenta los contenidos. Y lo que vamos a sufrir los ciudadanos son las consecuencias de los contenidos. Como no nos cuidemos, el “vale todo” se va a apoderar de nuestras mentes y de nuestras conductas.
Vienen tiempos de sufrimiento y de solidaridad.
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