Lees a Mario Vargas Llosa, el reciente y celebrado premio Nobel de Literatura, y observas un uso potente, sólido, luminosamente fluido de la palabra, y una narración sorprendente, atractiva y sugerente que te muestra con facilidad lo que hay por la vida, pero que uno no ve. La obra de Vargas Llosa es, tomando prestado el nombre de una marca de ropa de mujer que se consolidará pronto, una arquitectura humana.
¿Qué hay detrás de esta arquitectura humana? Pues muchas cosas. Talento, ideas, saber hacer, mucha lectura, profesionalidad, vida y, también, método. Hacer las cosas bien exige sacrificio y un planteamiento serio y decidido, pero no se puede uno dedicar a nada con afanes de excelencia, si no se lleva a cabo de manera metódica y ordenada. La vida no es fruto exclusivo de la razón fría, cartesiana, en donde todo está ya previsto de antemano. Por el contrario, la improvisación, la ocurrencia, lo inesperado son los que dan las chispas de luz, el pellizco, la calidad y las ganas de seguir al que vive con intensidad lo que hace. Pero todos estos regalos de la vida tienen que ser recogidos en una copa adecuada, hecha de posibilidades reales de recepción. Vas a pescar y no sabes qué pez vas a recoger. Pero si pones las mejores condiciones para la pesca, la recolecta será de mayor calidad que si vas con un simple cordel y te apostas en cualquier sitio.
Vargas Llosa es un escritor metódico. Juan Cruz contó en algún sitio que al galardonado le gusta acostarse a las doce de la noche. El propio Vargas Llosa, en los Catorce minutos de reflexión de la Piedra de Toque de El País del domingo pasado, revelaba que se levanta a las cinco de la mañana. José Luis Sampedro, gran economista y escritor, contaba en cierta ocasión que él también practicaba la táctica del madrugón, que justificaba porque estaba convencido de que si te viene alguna idea interesante al día, lo hace a esas horas, y te tiene que encontrar preparado. Yo mismo he experimentado esa recepción de ideas con potencial encerrado dentro cuando me he despertado pronto y me he puesto a darle vueltas en la cabeza a proyectos que tenía entre manos, si bien la cama no es el lugar adecuado para tales acuses de recibo, porque el duermevela está todavía cargado de una cierta fantasía onírica que desvirtúa y carga de irrealidad los pensamientos.
El caso es que Vargas Llosa se levanta de la cama antes de que salga el sol y se pone a leer o a preparar sus clases durante dos horas. Luego, hace treinta minutos de ejercicios para su espalda. Es curioso que en cuanto pueden nos enseñan a leer y a escribir, pero no le prestan toda la atención que deberían a la espalda. Luego, cuando lees mucho o escribes mucho, la espalda sufre y duele y hay que emplear parte del tiempo en rehabilitarla. Habría, sin duda, que estar más avisados sobre esto. Después, una hora de caminata. Este asunto, para un intelectual, quiero decir, para alguien que se dedica a labores más bien sedentarias, es de una importancia enorme. Dependemos vitalmente del sistema cardiovascular y, si no lo cuidamos, la arquitectura orgánica se viene abajo sin remedio. Tampoco nadie nos ha enseñado estas cosas y han tenido que ser las malas experiencias las que nos hayan aconsejado la caminata diaria, tan difícil de ubicar a lo largo del día, y que el escritor, sabiamente, se quita de en medio cuanto antes para evitar su incordio. A la vuelta, periódicos, desayuno, ducha y a escribir.
La noticia de que le habían concedido el Nobel nos ha permitido conocer la vida metódica de Vargas Llosa por la mañana, pero esa misma ha sido la causa de que no sepamos cómo sigue su rutina por la tarde. En todo caso, me quedo con la evidencia de la necesidad de organizarse si uno no quiere zascandilear por la vida, picoteando aquí y allá y diluyendo su escaso tiempo en mil y una aventuras efímeras.
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