Nacemos perfectamente inútiles. Si no
nos ayudan a vivir, nos morimos pronto. Todos nos tienen que ayudar,
desde quienes hacen los vestidos a quienes fabrican los potitos,
pasando por quienes saben curar enfermedades. Pero especialmente son
nuestros padres, que se supone que nos han traído voluntariamente a
este mundo, quienes deben cuidarnos con mayor intensidad. El parto
nos da la existencia, pero son nuestros padres quienes deben darnos
la vida: alimentarnos, querernos, educarnos, orientarnos y
prepararnos para convertirnos en seres humanos libres.
Durante la juventud tendríamos que
dedicarnos a ver los diversos caminos por los que podríamos
transitar, para elegir, con arte y con sensatez, lo que entendiéramos
que es mejor para nuestro desarrollo humano. Es un periodo de
inversión, de mucho trabajo, de acumulación de toda la preparación
posible para llegar a la meta de humanizarnos. Es el momento de
descubrir los valores -no solo el amor-, las culturas, las artes, el
mundo.
La madurez es la etapa en la que
tendríamos que poner en práctica todo lo que hemos descubierto, en
el que deberíamos crecer en todas nuestras dimensiones, sintiendo en
toda su amplitud que los demás están también ahí, además de la
pareja y de la familia. Es el momento de devolverle a la vida lo que
antes ella nos ha dado, gracias a lo cual somos lo que somos. A lo
largo de la madurez, si los demás nos lo permiten, podemos llegar a
ser lo que queremos ser. Tan importante como esto me parece que es no
perder de vista nuestra finitud, el hecho innegable de que en algún
momento nos moriremos, que la muerte está escrita en las entrañas
de la vida. Siempre he vivido esto como el argumento que me ha
suministrado más ganas de vivir, más urgencia por vivir lo más
intensamente posible, sin perder el tiempo.
Llega un momento en el que, sin que nos
demos excesiva cuenta, el cuerpo comienza lentamente a flaquear, a
perder su lozanía, a tener impedimentos en un lugar o en otro. Si
nuestra formación humana ha sido la adecuada, nuestra mente debería
mantenerse siempre abierta, joven, creadora, dispuesta a seguir
aprendiendo. Creo que hay que estar voluntariamente muy alerta para
que nuestra mente no pierda la frescura y las ganas de vivir que a
veces intenta quitarnos el cuerpo. No me gusta llamar vejez a este
estado vital. Yo, al menos, no aspiro a convertirme en un viejo, pero
sí en un anciano -aunque no tengo ninguna, pero ninguna, prisa en
conseguirlo. Los viejos hablan de “sus tiempos”, pero los
ancianos, como cualquiera, sólo tienen el tiempo en el que viven.
Los viejos están centrados en su inutilidad. En cambio, los ancianos
siguen viendo el mundo como algo más importante que su propia
existencia. Los viejos no tienen ganas de vivir y los ancianos, sí.
Los viejos solo piensan en la muerte. Los ancianos quieren vivir
hasta el instante antes de morirse.
Un anciano con la mente joven entiende
bien que llega un momento en su situación vital en la que debe
situarse voluntariamente en un segundo plano. Tiene que vivir, pero
tiene que dejar vivir también a los demás. Insisto en lo de la
mente joven. Si a lo largo de su vida no se ha preocupado nunca por
formarse una mente así, lo normal es que sufra luego. Para vivir es
indispensable que al anciano le ayuden, porque poco a poco va
teniendo tantas necesidades como cuando era un niño pequeño, pero
me parece importante observar que esas necesidades son distintas.
Requiere cariño, como todos lo necesitamos, pero no es el cariño
constante, cercano y tan ligado a los padres, como le ocurría en la
infancia. Necesita cuidados, pero los de los hijos no suelen ser los
más eficaces. No tienen derecho a que los hijos hipotequen sus vidas
para cuidarlos. A este mundo entiendo que se traen hijos, no futuros
enfermeros. Es vital que entendamos que debemos retirarnos del puente
de mando, de la cumbre de la familia, y que tenemos que situarnos en
un lugar en el que nos cuiden, pero sin molestar, sin impedir vivir a
nadie, sin exigencias, sin ser una molestia para nadie. Creo que
hablar con los hijos con naturalidad de estas cosas sería muy
importante para lograr una convivencia razonable, pacífica y humana.
No solo hay que estar constantemente aprendiendo a vivir. También
hay que aprender a morir.
Buenas noches. Y perdón por el rollo tan largo, pero es que hay días en los que no se tiene fina la capacidad de síntesis. Si te apetece opinar sobre este texto, puedes hacerlo aquí o en casalfernandezmanuel@gmail.com