A un ser mortal –hasta ahí podíamos llegar- llamado José Ignacio Goirigolzarri, su empresa lo ha jubilado a los 55 años y lo ha condenado a cobrar tres millones de euros de pensión anual vitalicia. No sabemos si los pluses, los complementos y la ayuda para el transporte estarán incluidos o no en el montante de la operación. Es de suponer, por otra parte, que el señor Goirigolzarri pagará sus correspondientes impuestos, en cuyo caso su bruta pensión se verá sensiblemente reducida hasta la neta miseria de 1.700.000 euros aproximadamente. Esto significa que dispondrá de unos 4.600 euros al día, o, dicho en lenguaje vulgar, de 780.000 pesetas cada día, lo cual, como comprenderás, no es más que un serio problema diario para una mente inversora.
Yo me pregunto qué estará pensando ahora el señor Goirigolzarri. Suponiendo, claro, que entre sus múltiples y no siempre bien valoradas capacidades se encuentre la de pensar. (“Lejos de mí la funesta manía de pensar”, ponían en la puerta de la Universidad de Cervera hace un par de siglos) ¿Pensará algo este señor? ¿Qué pasará por la peculiar cabeza de este señor Goirigolzarri cuando, por ejemplo, vea a un pobre, o a un niño hambriento? ¿A qué le sonará la palabra crisis? ¿A qué le sonarán las expresiones bocadillo de mortadela, tasa de la basura, fregona, autobús, bonobús, lavadora, fin de mes, comparar precios, acera o súper del barrio? ¿O estas otras de profundas resonancias metafísicas como, por ejemplo, hambre, solidaridad, justicia, igualdad, ética, privilegio, paro, mileurista, pobre, umbral de la pobreza, señorito, lágrimas, reparto o ¡ay!? ¿O estas vulgaridades lamentablemente tan extendidas como erradicar, limosna, por favor, para comer, inmigrante, niño, harapos, papeles o mendigo? ¿Con qué concepto se irá el señor Goirigolzarri de lo que es un banco, un negocio, una comisión, un cliente, una fusión, un ERE, una huelga o una operación?
Los ejecutivos suelen agarrarse a los contratos blindados. Dicen que se trata de la obligación que contrae la empresa de indemnizarlos convenientemente si se ven obligados a abandonarla. Pero nunca hablan de la otra cara del blindaje, el de la conciencia. El señor Goirigolzarri, por ejemplo, tendrá que pasarse la vida que tan ricamente le quede mirando para otro lado, superponiendo sus ricas deformaciones a la cruda realidad, refugiado en el mundo ficticio en el que le dejen vivir y sin poder vivir el mundo en el que está. ¿Quién verá en el señor Goirigolzarri a un ser humano?