La camarera, una persona muy amable y
sonriente, les había llevado la carta de raciones del bar y se lo
había entregado a la señora de la pareja de personas mayores que se
había sentado en una de las mesas. Mientras la señora tanteaba la
distancia a la que podía leer lo que aparecía en la carta, el señor
esperaba tranquilamente frente a ella. La camarera decidió
entregarle a él otro ejemplar de la carta para que no tuvieran que
demorarse demasiado. Cuando la recibió el señor, la señora, con
una medio sonrisa forzada y quizá intentando justificar la
situación, dijo:
-Gracias, da igual, ninguno de los dos
vemos bien y no hemos traído las gafas.
Estábamos sentados cerca de ellos y mi
acompañante se ofreció a leerles la carta, pero rechazaron la
ayuda, quizá por no dar una imagen pública que no les satisfacía.
Siguieron leyendo las cartas, o
haciendo como que las leían, pero prestando mucha atención a los
platos que pasaban. Al final, optaron por pedir el que habían puesto
en una mesa cercana y el que habían llevado a otra. Y quedaron tan
contentos.
A mí me pareció ver que este episodio
mostraba bien una diferencia que me parece importante para poder
llevar una vida buena en un futuro que, más tarde o más temprano,
llegará: la del anciano y la del viejo.
Ser anciano es tener un buen número de
años vividos. Lo normal es que las facultades humanas se vayan
deteriorando, según sea la vida que se haya llevado, y que se
necesiten cada vez más medicamentos y más ayudas exteriores para
llevar una vida aceptable. El anciano puede ser consciente de su
situación y hacer lo necesario para llevar una vida buena.
El viejo es otra cosa. No hace falta
haber vivido un buen número de años para ser viejo. Conozco a
personas de poca edad, a los que llaman jóvenes, y a otras de más
años, que pasan por ser adultos, que, en realidad actúan como
viejos. No tienen grandes conocimientos ni les preocupa tenerlos, ni
atractivas ilusiones, ni hacen gala de excesivo respeto por los demás
ni actúan de manera que se pueda deducir algún valor de sus actos.
Hacen solo lo que les apetece, huyen de su mundo a través de los
móviles, o de la velocidad, o de la visión de deportes, o de unas
músicas simplonas y repetitivas que les atolondran y les impide
cualquier razonamiento. No buscan. No tienen cuidado de que no les
atropellen los automóviles. No reparten la acera entre todos los
viandantes con los que se encuentran. Chocan con alguien y no le
piden disculpas. No conciben qué pueda ser una norma o la necesidad
de la buena educación. Solo existe lo que les interesa. Dicen tener
derechos, pero nunca hablan de deberes. Se comportan como brutos.
Algunos van vestidos con buenas ropas. Otros van con el chándal más
o menos barato que constituye su uniforme. A los de más edad les
suele gustar hacer lo que les da la gana, y también que les
obedezcan, y usan modales apropiados para conseguirlo. No cuidan su
mente. A lo sumo, se centran en el cuerpo. No piensan en el futuro y
el presente lo viven adocenadamente. No suelen salir de lo mismo día
tras día. No tienen interés por lo nuevo, por las artes, por la
contemplación de lo que ocurre en el mundo o por descubrir nuevas
formas de placer. Ni se preguntan en qué consiste ser humanos y
creen saberlo ya todo lo que hay que saber antes de morirse. Son los
viejos, tengan la edad que tengan.
Podríamos decir que la ancianidad es
algo natural, pero la vejez se puede prevenir y se puede hacer algo
para caer en ella lo más tarde posible. Solo hay que querer no caer
en la inutilidad y saber qué vida llevar para crecer como un ser
humano y no como un ser antropomorfo que no sabe dónde estar ni qué
hacer. Si se entrenaran en pensar y no solo en sentir, si ejercitaran
la atención y la memoria, si dieran cabida en sus vidas a los otros,
si se quisieran algo más, si para ellos tuviera sentido siempre
aportar algo a la sociedad, a los demás, posiblemente serían algo
más jóvenes, tuvieran la edad que tuvieran.
La pareja de señores del bar podían
calificarse como ancianos, porque aparentaban bastante edad, subieron
el escalón que daba acceso al bar con dificultad, se sentaron con
pudieron, veían mal y posiblemente tuvieran más inconvenientes en
su organismo. Pero además eran viejos, porque, en lugar de cuidar
sus necesidades y sus carencias, por ejemplo, llevando consigo las
gafas para poder ver, renunciaban a ello. Conozco a personas así,
que ni ven bien ni oyen, pero las gafas y el audífono no se lo ponen
hasta el mediodía. Para mí que son viejos que renuncian a lo que
pueden vivir porque ya no tienen demasiado interés en seguir
viviendo bien y creen que los demás están al servicio de sus
caprichos. Cuando esto ocurre a una edad temprana, se ve venir el
desastre.
La vejez es una amenaza permanente que
crece sin freno con demasiada fortaleza.