Las cortinas estaban corridas, pero yo no estaba en el sofá. No había sofá. La luz no estaba apagada. Tampoco había velitas encendidas encima de la mesa, ni un vaso de Lagavullin con hielo en ella. No tenía allí el equipo de música. El ambiente no me parecía el perfecto para escuchar y vivir la música, pero estaba ella.
No es que ella tenga arte. Más bien es que el arte habita dentro de ella en dosis muy altas, pero sin agotarse, sin ocupar el único lugar posible. El arte la llena, le sonríe, la hace crecer y se manifiesta de manera privilegiada en una mujer que irradia todo lo que se puede esperar de la creación, de la improvisación, de la capacidad para emocionar y de la facilidad para hacernos ver que la vida no es solo aguantar impertinencias, soportar malas costumbres o ver estúpidos programas de televisión. También es poder disfrutar de un goce estético profundo, a caballo entre la sensibilidad y el entendimiento. Ella estaba en el escenario y cantaba. O hacía salir dulcemente música por su boca, como quien regala lo mejor que tiene a quien está delante. Había llegado a las cinco de la mañana de Tokio. Eran las ocho de la tarde. Estaba cansada, pero no se quería ir. Nosotros tampoco.
Comenzó sentaba en el suelo, junto a un piano de pared. Así había conocido al pianista. Tarareó dulcemente, casi sin querer, la melodía de 'My Funny Valentine'. Era una muestra de la sensibilidad exquisita y contagiosa que iba a mostrar a lo largo de más de dos horas. Según iba cantando, iba ganando en expresividad, en naturalidad, en la vivencia profunda y regalada de lo que sentía y exteriorizaba. Ella canta con todo el cuerpo, porque su alma, que alberga todo el arte que posee, le llega a todos los rincones. Cuando canta ella, el mundo no tiene otro remedio que pararse y dejarla ser para escucharla.
Cantó en catalán, en castellano, en portugués, en inglés, en latín e incluso hizo una preciosa diablura en japonés. Letra y música son una unidad en una canción, pero cuando canta ella, lo importante es la voz, el poderío sonoro que muestra con su pura voz. Dijo que una canción es para ella un vehículo para poder volar. En efecto, hace sus versiones de aquello que le gusta o que le apetece con una libertad creativa llena de belleza que deja al público impresionado. A veces recordaba el jazz, muchas veces el flamenco, pero siempre era ella la señora de su canto. Pocos artistas serán capaces de dominar el juego de melismas como ella. Cantó 'The sound of silence' y cuando nos dimos cuenta de que era esa canción ya algunos estábamos sobrecogidos, con el nudo en la garganta y la lágrima a punto de resbalar. Cantó a su magnífica manera 'El pequeño vals vienés', de Lorca, al que pusiera música en 1986 Leonard Cohen para el disco 'Poets in New York', y la lágrima saltó ya entonces en caía libre. No fue la única vez.
La acompañaba él, el pianista. Gran artista también, por su técnica y por su estilo cercano al jazz y a ella. Digo que la acompañaba porque en ningún momento dejó de estar en la escena, pero nunca le quitó el menor protagonismo a ella. Incluso tocaron juntos, porque ella, además de cantar, tocó la guitarra y el piano.
Estuve con mi amigo Bautista, el artífice de los Calendarios y las Músicas Nuevas en el blog Casa L, en la fila 1 del Teatro de la Zarzuela. Él era el gran pianista Marco Mezquida. Ella era la poderosa creadora de belleza, la sublime artista Silvia Pérez Cruz.
Buenas noches.