Me había acostumbrado a creer que la gripe era la fiebre, que la primavera eran las flores, que el día era la luz, que la felicidad era ese rato agradable en el que se te escapa sin querer una leve sonrisa y que el amor era un sentimiento.
Un día aprendí a no confundir las causas con los efectos y me di cuenta de que éstos son en realidad las consecuencias de unos procesos, de unas circunstancias y de unas decisiones en las que lo racional tiene mucho peso. Los procesos, las circunstancias y las decisiones son las causas de un producto final en cada momento, que es el efecto.
Comprendí así que la fiebre es el efecto de un proceso racional de infección que se manifiesta en una subida de temperatura, la cual sería imposible sin la infección. Entendí que para que hubiera flores tenían que darse un cúmulo enorme de circunstancias que, con su funcionamiento racional, culminaban en esa flor que admiraba con placer. Me asombré ante la cantidad de movimientos y de fuerzas que con sus leyes racionales tenían que entrar en acción para que hoy apareciera la luz durante el día. Y me sobrecogí al constatar todo lo que tuve que añadir yo a las circunstancias, pensando y razonando, para que esa sonrisa tenue, pero profunda, que me sabía a felicidad, apareciera en mi rostro. Sin esas causas nunca se hubieran dado esos efectos. Y no me digas que no son esas todas las causas que producen esos efectos, porque no es eso lo que yo te digo. No son esas todas las causas. Lo que digo es que son necesarias, que quiere decir que no pueden faltar.
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Como siempre, Manuel, es genial. Tiene toda la verdad que nos regalas en esas cosas en las que muchos no reparamos.
ResponderEliminarUn abrazo fuerte, Iago. A ver si nos vemos.
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