Era un señor alto y delgado. Vestía como quien ha tenido dinero, pero solo dinero, ni cultura ni demasiada educación. Pronto se advertía que hablaba y vivía como si el mundo fuese suyo y pudiese hacer de él un uso privado. Por supuesto que la calle también era suya, así que había aparcado el coche en donde le había dado la gana y le habían puesto una multa. Cuando entré en la carnicería, él ya estaba pagando, y se estaba desahogando no contra el agente que le había multado, sino contra el alcalde, al que estaba poniendo de vuelta y media. Como no sabía qué hacer con la multa y la carnicería también la consideraba suya, estaba ocupando el tiempo de la carnicera y de quienes esperábamos, para preguntarle qué tenía que hacer con el papelito que se había encontrado en el coche. Lo hacía con un lenguaje machista, antiguo y, a mi juicio, poco respetuoso con la carnicera. Como no lograba enterarse de lo que esta le decía que hiciera, insistía en preguntarle, de esa manera dulzona y cosificadora que usan a veces los machistas, y sin importarle la espera que estaba provocando con sus asuntos privados, que era lo único que, al parecer, le importaba. Alguien protestó y el señor, tras acordarse de nuevo del alcalde, salió refunfuñando, a ver si lograba que le quitaran la multa.
Después pasé por una de las plazas de la ciudad. Tenía un largo sistema de desagües, formado por una hilera de pesadas rejillas rectangulares que cubrían en el suelo el canalón. Me fijé en que una de ellas estaba levantada y que alguien al pasar por allí podía tropezar con ella y caerse. Intenté ponerla en su lugar con el pie, pero era muy difícil hacerlo, tanto como me parecía que debía de haber sido sacarla de allí. Como no lo logré, un señor mayor, que estaba presenciando la actuación, quiso ayudar haciendo palanca con su bastón. El pobre hombre lo único que consiguió fue empujarla hasta caer debajo de la rejilla siguiente. Como la situación ahora estaba más peligrosa, vi con claridad que si quería evitar un accidente, tenía que cogerla con las manos, lo cual me daba un poco de reparo. Busqué en el bolsillo alguna factura y encontré una larga. Con ella agarré la rejilla y la puse en su sitio lo mejor que pude. Me dirigí a un lateral de la plaza para depositar la factura en una papelera y entonces ocurrió algo que me emocionó y que me dio ánimo vital para todo el día. Una señora mayor, que había presenciado la maniobra, abriendo sus brazos horizontalmente, me dijo:
-Muchas gracias en nombre de todos, de todos, porque cualquiera podía haber tropezado y haberse caído. Muchas gracias.
Aquello me emocionó, pero no porque me diera las gracias en público, sino porque hablaba en nombre de todos. La señora se consideraba miembro de su ciudad -de su polis, pensé yo-, y hablaba y actuaba como una ciudadana a quien le importaban sus conciudadanos y su ciudad. A mí me dejó sorprendido y conmovido, y solo acerté a decirle que alguien lo habría dejado mal puesto, a quitarle importancia al episodio y a darle las gracias a la señora por habérmelas dado a mí. Si yo no fuera en el fondo tan tímido, me hubiese parado a hablar con la señora, porque seguramente tendría mucho que aprender de ella, pero me limité a sonreírle con amabilidad y a marcharme.
En realidad, estos dos episodios ocurrieron el mismo día, uno tras otro, pero temporalmente al revés: primero el de la señora ciudadana y después el del señor multado. Yo tuve que hacer un cierto esfuerzo por olvidar este último y por recordar el de la señora, que me parecía un ejemplo de ciudadanía, de educación, de cultura y de convivencia humana. Por eso los pongo aquí en este orden, para que el lector, si le parece, se quede con el buen sabor de la acción ejemplar de un ser humano con quien se puede vivir en una ciudad.
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