miércoles, 7 de septiembre de 2011

Ciegos que ven, pero no quieren





Me contaron en cierta ocasión la historia de Andrés, un castellano terco y precavido que perdió la visión de uno de sus ojos en un desafortunado accidente en el campo. En cuanto se repuso de las heridas, se imaginó el futuro haciendo uso del criterio con el que había sido educado desde su tierna infancia y con el que había vivido toda su vida: el miedo. Si ya había perdido un ojo, pensó, lo trágico sería perder el otro, así que habría que evitar por todos los medios esa posibilidad. El peligro podría venir por dos caminos, el de una nueva pérdida y el del desgaste por el uso. Pronto descubrió, entre las escasas pertenencias de que disponía, lo que entendió como el remedio perfecto. Tomó unas gafas y, en lugar del cristal que se situaba frente al ojo sano, instaló la suela del tacón de unos zapatos viejos que ya no le servían. Le hizo al trozo de goma dos pequeños agujeros en la parte recta y mediante unas finas cuerdecitas la ató al borde superior de la montura. Ningún elemento punzante o hiriente podría atravesar esa barrera sólida. Y, por otra parte, la visión por ese ojo se limitaría a aquellas ocasiones en las que mereciera realmente la pena levantarse el tacón y usar el ojo para ver el mundo.

Hoy hay bastantes ciegos que, al igual que Andrés, podrían ver si quisieran, pero no quieren. La diferencia está únicamente en que estos ciegos de hoy no necesitan siquiera ponerse en el ojo la suela de un tacón.

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