Mañana es el Día Internacional de la Mujer. Reproduzco aquí la entrada publicada en este blog el 19/8/2010.
Una vez más he acompañado a mi madre a misa, ya que sola no puede ir. La parte más agradecida del hecho suele ser la de la homilía del cura de turno. A veces resulta realmente dormitiva, por el reiterado abuso de metáforas de corderos, cultivos de campos, sacrificios y demás temas casi incomprensibles hoy para la mayoría de los clientes. Pero en algunas ocasiones aparecen perlas que, aunque suelen ser verdaderas barbaridades, se convierten en un espectáculo intelectualmente insólito y, a la vez, triste, por las posibles consecuencias que podrían tener si algún oyente se decidiera a poner en práctica las consignas que oye.
En esta ocasión el tema ha sido el de la Virgen María. El argumento se basaba en que como tanto Dios Padre como Jesucristo son tan grandes y tan infinitamente de todo, resultan muy lejanos para el fiel seguidor, por lo que éste, a la hora de pedir algo, tiene la figura mucho más cercana de la Virgen, a la que puede acudir con mucha mayor facilidad. Y el cura lo explicaba diciendo que esto es lo mismo que ocurre en las familias, en las que por regla general y “por ley natural”, una vez ocurrido el parto, el padre se desentiende de la educación de los hijos y deja la relación cercana con ellos a la madre.
Dudo que la Iglesia oficial avale esta idea del cura de turno, aunque cualquiera sabe, pero sí estoy seguro de que es la que tiene en la cabeza y pone en práctica mucha gente en nuestra sociedad. Y así están los hijos y las madres. Unos, casi huérfanos, y otras, casi perdidas y abrumadas en la soledad de su injusto papel. Y, encima, el cura este viene a decirles que eso es así, “por ley natural”, esto es, sin posibilidad de que pueda ser de otra manera y casi, según ellos, por mandato divino.
Me parecería justo y saludable que se le retirara la facultad de usar el micrófono a estos curas. Hacen daño.