Se acerca un nuevo año. La tradición dice que hay que desear un año feliz a quienes se quiere. Yo lo deseo por no hacer el feo, aunque realmente no sé muy bien qué es lo que eso quiere decir.
Me intriga la idea que parece funcionar en las mentes de muchos de que el 31 de diciembre se acaba un año y que el 1 de enero aparece otro distinto, que se quiere que sea mejor y que se espera que poco tenga que ver con el que termina. Esta atribución de características propias a cada año me parece fruto de imaginaciones que se inventan cosas que poco tienen que ver con la realidad.
Los años no son más que unidades de medida, como el segundo o como el metro. Van de enero a enero como podían ir entre cualesquiera otras fechas. El 31 de diciembre y el 1 de enero son días de veinticuatro horas, como todos y no hay nada en la naturaleza que cambie el contenido de un día por pertenecer a un año o a otro.
Esa magia milagrera que quiere convertir un año en mejor que el anterior responde a mentes poco dadas a hacer caso a lo avalado por el conocimiento, por la ciencia, y a confundir los deseos con la realidad, los milagros con el conocimiento y lo improbable con lo posible. Una actitud mental muy peligrosa, que lo confunde todo y que produce consecuencias muy nocivas para la sociedad.
Pertenezcan al año que pertenezcan, los días no son más que días, y, en ese sentido, son todos iguales. La que tiene que ser distinta es nuestra mentalidad, que tiene que evolucionar no cada año, sino cada día, hacia una mayor racionalidad.