Para Falsirego, degustadora de juegos del lenguaje.
Cuando me ocurrió esto que te cuento, Esperanza Aguirre y Gil de Biedma, condesa consorte de Murillo, era sólo ministra de Educación, pero ya se la veía encaminarse hacia las altas cumbres de las montañas nevadas. Ya entonces también ese tonillo de maestra de escuela acostumbrada a adoctrinar a niños obedientes se le notaba, y se te quedaba en la sensibilidad como cuando escuchas más de dos veces la canción del verano y no hay manera de sacártela de los adentros. Estaba ya muy presente en nuestras vidas Esperanza Aguirre.
Una noche soñé con ella. No creo que fuera exactamente un sueño. Fue, más bien, una aparición en ese estado de duermevela en el que a veces te encuentras sin quererlo, intentando dormir, atrapado por pensamientos más o menos fantasmagóricos, más o menos deformados, pero siempre vividos con tanto interés. Se me apareció Esperanza Aguirre, con su melena rubia y su sonrisa morena, esa sonrisa mecánica, siempre igual a sí misma, que parece ocultar en su boca, para soltarlo en cuanto acabe de sonreír, un pensamiento color caqui, con un par de tacos apropiados y la expresión “… te vas a enterar…” incluidos.
Estuvo poco tiempo, la verdad. Fue una aparición fugaz y aún no he tenido la ocasión de agradecérselo. Pero me dejó como regalo, su mejor huella, aquello que se le da a cualquiera como su seña de identidad, lo más suyo: su nombre. Me quedé con “Esperanza”. Recuerdo que venía con letras de neón color blanco sobre fondo negro. ¡Qué claro se veía aquello! ¡Y qué poco podía dormir yo con tanta claridad! “Esperanza” estaba delante de mí en la cama y yo, que sólo era la mitad de mi yo porque la otra mitad estaba como anestesiada dentro de mí mismo, no podía hacer nada.
Yo creo que, en las situaciones sobrevenidas y que te sobrepasan, cada cual echa mano de sus resortes más habituales para tratar de salir adelante como sea. Evidentemente, yo no iba a buscar el interruptor que apagara aquellas luces, ni iba a luchar denodadamente con algún arma contundente, porque no tendría la menor idea de cómo hacerlo, contra semejante aparición. Hice aquello a lo que más acostumbrado estoy: me puse a analizar la situación, aunque fuera en aquellas circunstancias tan adversas que me hacían estar en inferioridad de condiciones.
La situación se reducía a un nombre: “Esperanza”. Un nombre rotundo, de cuatro sílabas, de los que les gusta pronunciar a los políticos, porque un nombre largo parece que tiene más importancia y más solemnidad que uno corto, aunque en muchas ocasiones con el largo se introduzcan, sin saberlo, en el terreno de los disparates. “Climatología”, por ejemplo, es mucho más impresionante que el pobrecito “clima”, pero claro, un “clima frío” tiene un humilde sentido, cosa de la que carece, en cambio, una “climatología fría”. “Esperanza” es un nombre soberbio, maduro, terminado, que impone respeto, que tiene presente e incluso apunta al futuro. No terminaba yo de comprender por qué la llamaban “Espe”. Ella, que es una fuerza de la naturaleza, que sería omnisciente y omnipresente y, a ser posible, omnipotente, si no fuera porque éstos se consideran atributos divinos, era tratada, sin embargo, en contra de lo razonable, con un diminutivo impropio de su persona. Aquello no me parecía lógico. Algo debía de haber detrás de aquel contrasentido.
No dormí. No pude dormir hasta conseguir desvelar el misterio que encerraba aquel nombre sobre el que parecía que había incidido la espada poderosa de algún ángel, no sé si de los buenos o de los malos, y lo había partido en dos. Yo estaba recostado sobre mi lado izquierdo, que es la postura en la que sobrevienen todas las pesadillas, así que me di la vuelta y me apoyé en el lado derecho, que es desde donde se ven más claras las cosas (en la cama). Desde el lado izquierdo, yo veía en primer lugar el “Espe”, y eso fue lo que me recordó que era llamada así por sus cortesanos. Desde el lado derecho me venía más a mano el “ranza” que quedaba como descolgado e inservible, como si fuera un complemento con funciones de adorno.
Yo creo que fue un arrebato árabe, o, quizás, que puestos a ver las cosas desde la derecha hay que ser coherentes. Pero fue así como lo vi. Me di cuenta de que “Espe” es el resultado de un mecanismo de defensa ante la intromisión en su personalidad de un elemento distinto de ella misma, pero que ella lleva consigo como si fuera un bolso de Prada o un pañuelo de Hermès, sin soltarlo, sin que se note, pero bien dentro y como disimulado para que casi nadie lo advierta. De hecho, de día y despierto, este asaltante trasero no se ve, pero de noche, teniendo la precaución de haber dejado el sentido común junto a las zapatillas y habiendo recobrado toda la frescura infantil que puede albergar un adulto insomne, se ve cómo el espíritu de Esperanza Aguirre y Gil de Biedma es bifronte y se parece a esos trenes Ave que se ven pasar de lejos por el campo, con una locomotora delante y otra detrás que apunta en sentido contrario. Esperanza es una, pero su nombre encierra dentro de sí la Santísima Dualidad. Sólo hay que volverse del lado derecho, fijarse bien en su nombre, y leer como leería un árabe o como pensaría un súbdito suyo: desde la derecha. Aparecerá enseguida el Otro.
Manuel Casal
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