Carnaval. Parece que soy yo
En muchos aspectos soy, cada día, el que tengo que ser, el que debo ser. ¿A ti no te ocurre lo mismo? Yo creo que sí. Por ejemplo, no le hablamos a quien no conocemos porque tenemos prisa, porque va con su móvil a cuestas, porque no es lo normal y porque cualquiera sabe cómo le sentará. No le comentamos a quien está al lado lo que nos parece la situación en la que estamos. No tenemos detalles con los desconocidos. Damos besos oficiales, saludos oficiales, palabras oficiales, abrazos oficiales -o sea, que no abrazamos. Todo son protocolos oficiales. A menos que seamos muy libres, vivimos encorsetados en las normas habituales, tan vacías, tan uniformes. Para eso llevamos puesto el disfraz ordinario, el de todos los días, el que nos convierte en ciudadanos adiestrados en una sociedad que quiere ciudadanos y ciudadanas adiestrados.
Pero llega el Carnaval y no sé qué es lo que harás tú, pero yo me visto de fiesta, de fiesta de Carnaval, me disfrazo de romano o de geisha o de la duquesa de Alba. Lo importante es que me quito el disfraz de todos los días y procuro ser yo, vestido de algo imposible, de cualquier cosa divertida, con un disfraz que no es más que la excusa para no ser el de todos los días. Y procuro que la gente sea igual de libre que yo, que los desconocidos se sientan más valorados y que quienes pasan por ahí vestidos de cura o de Marilyn se encuentren estupendamente vestidos así. Luego, a quien me parece le hago un regalito simbólico: una flor de papel que no me cuesta ningún trabajo hacer, pero que la hago y la regalo. Y el gesto de sorpresa y de alegría que produce en el 99% de las personas es impagable.
Cuando termina el Carnaval, lamentablemente, me vuelvo a poner el disfraz de todos los días y sigo siendo ese que, a menos que encuentre a personas con las que se puede ser libre, parece que soy yo.