lunes, 18 de enero de 2021

Dicho en el pasado. Blue Monday



18 de enero de 2016

 Al parecer, hoy es el Blue Monday, el día más triste del año, según la Universidad de Cardiff, nada menos.

Por si esto es realmente así o por si nos lo creemos demasiado y terminamos siendo víctimas de alguna tristeza, echemos mano de algo tan necesario, tan humano y tan conveniente como es nuestra rebeldía. Si hoy estamos proclives a que la lejanía de las fiestas, los propósitos no cumplidos o el clima nos pongan el tono vital por los suelos, rebelémonos, digamos NO a la tristeza y saquemos la mejor de nuestras sonrisas y regalémosela a quienes pasen por nuestro lado. Opongamos al día más triste del año el día de mi alegría porque sí.
Y ya puestos, si hay que rebelarse por alguna otra cuestión, no nos privemos, que motivos hay en cantidades grandes.
Recibe una sonrisa amplia y un abrazo grande.

Antonio de Literes. El Calendario Musical de Bautista. 18/ 1/ 2021



Tal día como hoy de 1747 murió Antonio de Literes


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Los lunes, músicas nuevas. Los Planetas

 



LOS PLANETAS de nuevo están aquí, tirando de ironía gruesa, y de divertida ambigüedad. El grupo granadino, tan brillante como siempre.

domingo, 17 de enero de 2021

Deberíamos escuchar



 Deberíamos escuchar a quien está hablando

sin interrumpirlo, sin entorpecerlo,

sin dificultarle su discurso.

Deberíamos escuchar lo que dicen los tiempos,

lo que necesitan las personas,

lo que duele en el mundo.

Deberíamos escuchar sabiendo que es la única puerta

que abre el camino del aprender,

de la sabiduría y de la vida buena.

Deberíamos escuchar la naturaleza

y cuidarla incluso con más cariño

que el que pone ella en cuidarnos a nosotros.

Deberíamos escuchar el canto de los pájaros,

el discurrir del agua en el río y en el mar,

el grito del viento que huye de una temperatura a otra.

Deberíamos escuchar a las personas,

pero también a los animales, y a las plantas,

y a la tierra y a todo lo que habla sin decir palabra alguna.

Deberíamos escuchar la gran creación humana, la cultura:

las formas buenas de vivir, las artes, la ciencia,

todo lo que ha sido creado para hacer más humanos a los seres humanos.

Deberíamos escucharnos a nosotros mismos,

dejando aparte los ruidos que nos ensordecen

y oyendo con atención lo que somos, lo que vamos siendo.

Deberíamos callarnos de una maldita vez y escuchar.

Escucharlo todo, redescubrir el silencio, la potencia creadora del silencio

y la solemne necesidad y obligatoriedad del respeto.

Deberíamos escuchar.

Grazyna Bacewicz. El Calendario Musical de Bautista. 17/ 1/ 2021



Tal día como hoy de 1969 murió Grazyna Bacewicz


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sábado, 16 de enero de 2021

Nacionalismos


Foto de David Expósito publicada en El País.


 Los nacionalismos, los de amplio alcance y los más pequeños, incluidos los localismos, los que necesitan expresarse con banderas para hacerse notar, juegan con la exaltación de los sentimientos para anular la racionalidad. No promueven tanto ideas, como emociones, con lo que la manipulación de las voluntades se hace más fácil. Y si al ser humano se le sustrae su racionalidad, es como si su humanidad quedara reducida a su mínima expresión. Cada vez que en la actualidad veo el uso de una bandera sin venir a cuento, pongo a buen recaudo la cartera y la mente.

Marilyn Horne. El Calendario Musical de Bautista. 16/ 1/ 2021



Tal día como hoy de 1934 nació Marilyn Horne


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jueves, 14 de enero de 2021

Filomena



 Yo nací en agosto, en la costa de la luz. Desde mi más tierna infancia estoy acostumbrado a oír expresiones tales como “Ojú, qué caló” o “A ver si viene el verano ya”. Ya sé, porque lo dijo Juan Pablo II, que el infierno no existe -una pena-, pero mientras existió estuve del lado de quienes, siguiendo a Dante en la Divina Comedia, pensaban que lo que abundaba en él era el frío, un frío terrible y helador. Lo del calor tórrido era algo, al parecer, más eficaz para asustar a la gente y hacer que se sometieran a la religión oficial.

El caso es que Filomena, esa odiosa borrasca o lo que sea, ha convertido a Madrid y alrededores en un dantesco infierno, que no será eterno, pero que parece que tardará una eternidad en desaparecer.

Hoy tuve que salir. Ya faltaban en casa algunos alimentos, sobre todo frescos, y había que tomar medidas. Así que me calcé unas botas que otra Filomena de estas, que nos atacó a traición en una ciudad del norte de España, me obligó a comprar y no había vuelto a usar; me encebollé con cuatro o cinco capas de ropa; me puse un gorro para evitar que el 80% del calor corporal se escapara por la cabeza, como suele ocurrir; cubrí las deterioradas manos con unos guantes; tomé el carro de la compra, el gel hidroalcohólico, la mascarilla y un bastón, para evitar resbalarme con el hielo, y me eché a la calle como quien se mete en la selva, o en el polo norte, a ver si salía ileso de la aventura.

Fue una pena que no me hiciera una foto, porque debí de ir hecho un lamentable cromo. Embutido en un abrigo alemán que me compré hace lo menos veinte años y que todavía dura, con la mascarilla, unas gafas fotocromáticas que, en cuanto ven el sol o la nieve, se ponen oscurísimas, el sombrero calado hasta las cejas, el carro en una mano y el bastón en la otra, no sé si daba la imagen de un asesino que transportaba a su víctima en el carro de la compra o la de un anciano enfermo que no podía valerse por sí mismo. Había leído que en estos casos, para evitar que en un resbalón se caiga uno para atrás -no quiero ni pensarlo-, lo mejor es ir con las rodillas un poco flexionadas, algo inclinado hacia adelante y andando a pasitos cortos apoyando bien los pies. Seguí estas recomendaciones al pie de la letra.

Ya habían pasado las máquinas quitanieves que la alcaldesa, con buen criterio, había alquilado para limpiar, al menos, el centro de las calles de la ciudad. La calzada estaba bien, se podía andar, aunque de vez en cuando aparecían unos trozos de hielo que te hacían olvidar toda tranquilidad y te devolvían al mundo en el que hay que tener cuidado permanentemente.

Yo iba con mis pasitos cortos y mi disfraz de friolero. De pronto, vino hacia mí un señor con un anorak de nada y un perro. Yo iba a encarar una zona de hielo en la que no daba el sol. Seguro que me vio pinta de tullido, de ser desvalido o de inútil, no sé. Los pasitos cortos y el bastón no invitaban a nadie a pensar que era un galán de Hollywood. El buen hombre se me acercó y me dijo:

—¿Quiere usted que le pase el carro al otro lado del hielo?

Me quedé frío, quiero decir, que se me congeló la mente, porque el cuerpo entonces ya estaba cocinándose a baja temperatura.

—Bueno, si es usted tan amable —le dije.

En un santiamén depositó el carro unos metros más adelante. Volvió y, con una generosidad que me hizo creer un poco más en la humanidad, me soltó:

—Agárrese a mí, que le ayudo.

Claro, yo estaba perplejo. Si el maldito hielo no hubiese estado allí, le hubiese dicho que, oiga, que no soy tan mayor, que puedo ir solo, que tampoco es para tanto y que muchas gracias, pero de lo que no tenía ninguna gana era de discutir ni de hacer ver al buen hombre que todo aquello no era más que la manera que un tipo del sur tenía de enfrentarse a una catástrofe nórdica, como es esta nevada filomenal. Pensé que lo más económico era agarrarme del brazo del buen hombre y andar con él los pasos que me separaban del asfalto seco y seguro. No quise quitarle de la cabeza la posible idea de que estaba socorriendo a un necesitado, así que seguí con mis pasitos cortos, mi bastón e intentando dar la impresión de ser un incapaz que requería ayuda, para no crearle al buen hombre una situación desagradable.

—Muchas gracias. Es usted muy amable —le dije, ciertamente agradecido por el detalle que había tenido con este inútil del sur.

No sé si sería mi voz, impropia del disfraz que llevaba puesto, o algún gesto que se me pudo escapar, el caso es que algo terminó por no cuadrarle mi generoso y fugaz acompañante, porque en cuanto llegamos a tierra firme, me soltó y no quiso saber nada más de mí.

Yo proseguí mi camino, andando despacito, con la mirada puesta en el suelo, acarreando el maldito carro y apoyando el bastón con cuidado en el suelo. Llegué al supermercado atravesando algún que otro océano de hielo de tres o cuatro metros de longitud y andando por la calzada la mayor parte del tiempo. Hice la compra y volví. El camino era cuesta arriba y tenía que tirar del carro lleno, pero no hubo mayor contratiempo.

En cuanto llegué a casa, me quité todo el disfraz, incluida la mascarilla y las gafas. Me miré al espejo y comprobé con alegría que no es que pareciera un jovencito, pero que, con un buen maquillaje y una luz adecuada, aún podría hacer algo en Hollywood.