Sólo se adora lo ausente. Hace ya
mucho tiempo, los seres humanos se inventaron a los dioses para
consolarse, para proyectar en ellos todo lo que por sí solos eran
incapaces de conseguir. Esos dioses no estaban hecho de carne, ni de
cartón piedra, sino de imaginación. Fueron depositados en el más
allá, un lugar lejano, privilegiado, pero también inaccesible e
imposible. A los dioses hace mucho tiempo que nadie los ve, por eso
son adorados y y sus adeptos añoran su retorno, por más improbable
que éste sea. Para hacer más llevadera esta relación con los
dioses se inventaron las estatuas y las estampitas. El arte se puso
al servicio de esta invención y contribuyó a la enorme tarea de
hacer de puente entre el dios lejano y el ser humano cada vez más
débil, más atado a su pequeñez. Hoy el arte se ha cansado de hacer
de mediador y de dedica a mostrar sus propios misterios. Su tarea la
ha retomado el plasma y los programas de entretenimiento, en donde
los dioses van apareciendo a ritmo lento o mandan a sus profetas para
que lancen sus mensajes y colaboren a la ensoñación popular. Cuanto
más oscuro sea el dios, cuanto más palabras grandes y vacías
utilice, cuanto más alejado de la realidad se mantenga y cuanto
menos haga pensar a sus creyentes, más fervor producirá y más
probable será que al final de los tiempos de campaña, sea ese dios
el que venza. Porque no se trata de que se salve el ser humano, sino
de creer en la victoria del dios. Y España sigue siendo un país de
creyentes.
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