20 de octubre de 2018
En cuanto nací, mi abuela, con buen criterio, tomó un trozo de mi cordón umbilical y lo restregó cuidadosamente por un cerrojo oxidado. Cuando consideró que aquella loncha de carne, o de lo que fuera, había adquirido un tono suficientemente rojizo, se dirigió al balcón del dormitorio, abrió de par en par sus puertas, y, tirando aquella tajadilla enmohecida a la calle -lógicamente, por la izquierda-, exclamó:
—¡Ahí va eso! Que tengas suerte.
Ignoro si aquel rito, que encerraba un generoso deseo, ha sido eficaz o no, pero fue la mejor manera que aquella encantadora mujer conocía de recibirme en este mundo.
Ignoro también si le caería encima a alguien que pasara por allí.
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