Lo más importante no es vivir, sino vivir humanamente.
No tenía cuernos, claro, pero tenía el alma de toro bravo. Estábamos reunidos formando un círculo de bastantes personas, todas con las precauciones propias del momento y separadas suficientemente entre sí. La imagen me recordaba el ruedo ibérico. Una señora de mediana edad hacía de alguacilesa junto al presidente, que no estaba en el palco, sino, como uno más, allí abajo, en el ruedo. Era una de esas reuniones convocadas de cualquier manera, sin guardar las formas y con evidentes intereses vividos con ansiedad por quienes organizaban la cita. De manera espontánea se fueron formando dos bandos en el redondel. La alguacilesa pronto pareció estar del lado de los convocantes. Estos, en cuanto alguien pedía la palabra y se manifestaba de manera crítica, no le dejaban hablar con gritos y aspavientos. El hombre con alma de toro dejó ver pronto su bravura. Cuando hablaba, daba muestras de que le hervía la sangre y avanzaba con fiereza a medio contener hasta el centro del ruedo, desde donde emitía embestidas verbales contra quien osaba pensar de manera contraria. A veces, incluso llegaba hasta la mesa de la alguacilesa, a la que le contaba cosas que los demás no oíamos. Vi la conveniencia de pedir la palabra. Siempre me ha resultado eficaz iniciar mis intervenciones con un silencio, para que el auditorio se calle y preste atención. Tras él, comencé a exponerles los detalles que me parecían poco claros de la convocatoria.
—Si usted no está de acuerdo, se calla —gritó el hombre con alma de toro avanzando un poco hacia el tercio.
Tan irrespetuosa expresión levantó murmullos entre parte de los asistentes. Le pedí a la alguacilesa que moderara la reunión porque así no íbamos a llegar a ninguna parte sensata. Pude seguir con mi intervención. Les dije que les estaba dando los motivos por los que la convocatoria de la reunión podría ser impugnada.
—Está usted amenazando. Eso son amenazas —lanzó el hombre con alma de toro, cada vez más rojo, entre los comentarios del tendido.
Pedí que me permitieran hablar. Pude hacerlo y les conté el argumento que consideraba más claro por el que aquella reunión, en mi opinión, no estaba convocada siguiendo la legalidad.
—Si usted no está de acuerdo, váyase a su casa, que es lo que tiene que hacer, irse a su casa.
Se montó una buena bronca porque muchos se dieron cuenta de que allí al discrepante se le intentaba excluir de muy malas maneras. El hombre con alma de toro daba indicios de parecer un miembro defensor de regímenes antiguos: no admitía más opiniones que la suya, creía que tenía toda la verdad y reaccionaba como si los pareceres adversos fueran puyas que le endosaban en el lomo. Todos debíamos comulgar con sus ideas, y si no, ya lo había dicho alto y claro: ¡A callar y a casa!
Más tarde tuvo otro altercado. Se empeñó en que tampoco podía hablar otro participante. Soltó su bravura a grito pelado y el afectado, ya harto de actitudes tan antisociales y tan poco democráticas, no pudo expresar sus argumentos, pero le dijo vehemente, repetida y firmemente que era un maleducado.
No sé si el hombre que tenía el alma de toro tuvo un momento de lucidez o alguien de su entorno le previno de que estaba quedando en mal lugar, que su imagen no estaba siendo muy presentable, y se retiró a un segundo plano.
El espectáculo, visto en la distancia, fue entretenido, gratis, lamentable y resultó una muestra muy clara del peligroso “Todo vale” que está destrozando la moral y la sociedad. Lástima que nadie lo grabara, porque podría ilustrar la idea de lo que no es vivir humanamente.
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