Ves con los ojos, pero miras con tu biografía. Tu mirada, la parte de la realidad en la que te fijas, la interpretación que haces de los datos que tu vida te ofrece en cada momento, es fruto de todo lo que has hecho con tu existencia a lo largo de tu historia. Puede que tu mirada esté limpia, pero es posible también que esté llena de prejuicios, de actitudes que no te has parado a pensar si son razonables y justas o no, de fijaciones que te has ido fraguando porque tu cobardía o tu pereza o tus errores inadvertidos te han llevado a ello, de creencias en abstracciones, en meras opiniones que tú te has tomado por definitivas. Es posible que juzgues con excesiva facilidad. A veces el yo lo pide y para sentirnos superiores, sin serlo, nos dedicamos a juzgar sin criterio a los demás. En realidad, somos un continuo ir haciéndonos, una permanente puesta en tela de juicio de nuestras ideas. Y si no lo crees, lee este precioso texto, tomado de internet, que me ha enviado mi amigo Eduardo Redondo, un espléndido ser humano que cree que el sentido de su vida está en irse a vivir, a convivir, con los pobres de la favelas de Brasil.
Lo pongo aquí, como me sugiere él, relacionado con el tema del pañuelo. Cuando juzgues a alguien que lleve un pañuelo o una prenda cualquiera o que sea como sea, acuérdate del negro africano y de la rubia alemana.
Estamos en el comedor estudiantil de una universidad alemana. Una alumna rubia e inequívocamente germana adquiere una bandeja con el menú en el mostrador del autoservicio y luego se sienta en una mesa. Entonces advierte que ha olvidado los cubiertos y vuelve a levantarse para cogerlos. Al regresar, descubre con estupor que un chico negro, probablemente subsahariano por su aspecto, se ha sentado en su lugar y está comiendo de su bandeja. De entrada, la muchacha se siente desconcertada y agredida; pero enseguida corrige su pensamiento y supone que el africano no está acostumbrado al sentido de la propiedad privada y de la intimidad del europeo, o incluso que quizá no disponga de dinero suficiente para pagarse la comida, aun siendo ésta barata para el elevado estándar de vida de nuestros ricos países. De modo que la chica decide sentarse frente al tipo y sonreírle amistosamente. A lo cual el africano contesta con otra blanca sonrisa. A continuación, la alemana comienza a comer de la bandeja intentando aparentar la mayor normalidad y compartiéndola con exquisita generosidad y cortesía con el chico negro. Y así, él se toma la ensalada, ella apura la sopa, ambos pinchan paritariamente del mismo plato de estofado hasta acabarlo y uno da cuenta del yogur y la otra de la pieza de fruta. Todo ello trufado de múltiples sonrisas educadas, tímidas por parte del muchacho, suavemente alentadoras y comprensivas por parte de ella. Acabado el almuerzo, la alemana se levanta en busca de un café. Y entonces descubre, en la mesa vecina detrás de ella, su propio abrigo colocado sobre el respaldo de una silla y una bandeja de comida intacta.
Dedico esta historia deliciosa, que además es auténtica, a todos aquellos que, en el fondo, recelan de los inmigrantes y los consideran individuos inferiores. A todas esas personas que, aun bienintencionadas, les observan con condescendencia y paternalismo. Será mejor que nos libremos de los prejuicios o corremos el riesgo de hacer el mismo ridículo que la pobre alemana, que creía ser el colmo de la civilización mientras el africano, él sí inmensamente educado, la deja comer de su bandeja y tal vez pensaba: “Pero qué chiflados están los europeos”.
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