domingo, 23 de septiembre de 2018

Lectura para el domingo. Historias de este país / 2



En otra ocasión tuvimos que esperar un buen rato en la parada de un autobús. Estábamos en una avenida amplia, con cuatro carriles, dos en cada sentido, separados por una isla de peatones con árboles y plantas. Detrás de la parada había un bloque enorme de viviendas, de esas que llaman pomposamente 'una urbanización', con una piscina y unos jardines en su interior. Caía un sol de justicia.

De repente, de la llamada urbanización salió una pelota grande, verde, que voló cerca de nuestras cabezas, botó en los primeros carriles, por los que en ese momento no pasaba ningún coche, y fue a perderse en la isla de peatones o más allá. En seguida salió del bloque de viviendas un niño de seis o siete años, de ojos azules, rubio y con cara de ser el hijo del dueño del mundo, dispuesto a recuperar la pelota. Le advertí de que tuvieran cuidado con lo que estaban haciendo, porque estaba en peligro la seguridad de los peatones que estábamos allí. Sin cambiar la fría expresión de su rostro me dijo algo que me pareció que sonaba a 'Lo siento', recuperó la pelota y volvió a adentrarse en la llamada urbanización.

En la parada del autobús estaba también una señora mayor, que lucía un cuidado peinado en su cabello rubio. Algo debió de olvidarse la señora en su casa porque decidió volver por donde había venido. Nada más salir de la marquesina que cubría la parada, volvió a surgir del interior de la urbanización la misma pelota que, en su vuelo veloz, pasó rozando la cabeza de la señora. Al instante salió el mismo niño que antes había dicho que lo sentía, o algo parecido, el cual, sin mostrar el menor rasgo de arrepentimiento ni un atisbo de propósito de enmienda, había seguido jugando con la pelotita y dando rienda suelta a sus apetitos más primarios. Me pareció que el cinismo y la desvergüenza de los que hacen gala ciertos personajes dedicados al gobierno de este país habían prendido con fuerza en la mente de ese pobre niño que ya, en su dulce infancia, apuntaba maneras. La señora, que había presenciado ya el primer vuelo de la pelota, reprendió al niño diciéndole que a ver si no se iba a poder salir a la calle sin el riesgo de que le dieran un pelotazo.

La señora se lo dijo gritándole, porque ante una agresión -aunque no fuera consumada- de este tipo, lo normal es reaccionar con una fuerte protesta. Al niño le dio igual porque se hizo de nuevo con la pelota y volvió con ella al refugio dorado de su urbanización. Pero, en cuanto entró, salió de ella otro jovencito, este de unos catorce años de edad física, alto, descalzo y con un principio de cresta en su cabeza rubia. Mirando fijamente a la señora, le soltó:
-Señora: a mi hermano no se le grita. Estamos en nuestra urbanización y en ella hacemos lo que nos da la gana.

Me vi obligado a intervenir, no solo en defensa de la señora, sino intentando que aquel maleducado en estado medio salvaje comprendiera que en su urbanización podían hacer lo que quisieran, pero que si eso afectaba a los peatones y a la calle, deberían dejar de hacerlo. Fracasé en mi intento, porque aquel ser antropomorfo, antisocial, que parecía un proyecto avanzado de individualista neoliberal y que no daba muestras de tener neuronas en funcionamiento no parecía salir del imperioso deseo de satisfacer sus propios apetitos y de su rechazo visceral a que nadie le llevara la contraria. Después de un intercambio inútil de palabras en las que el jovencito, como si fuera un aprendiz de leguleyo dispuesto a enrolarse en cualquier mafia en busca de beneficios fáciles, me argumentó -móvil en mano- que en su urbanización estaba prohibido jugar con un balón 'de reglamento' -ignoro a qué reglamento se refería, si al de fútbol, al de baloncesto o a otro-, pero no con una pelota de goma. Como el pobre chaval no había entendido nada de lo que le habíamos dicho ni la señora ni yo y ya estaba emprendiendo la retirada hacia su refugio, opté por decirle en voz alta:
-Lo que tienes que hacer es coger un libro y ponerte a leer.

A lo que, sin pensárselo dos veces, me respondió:
-Y tú lo que tienes que hacer es coger un móvil y aprender a usarlo.


Me hizo gracia la impertinencia del jovencito contestón y en mi fuero interno le agradecí la impagable imagen sociológica del país que me había ofrecido entre balonazos frustrados y diálogos imposibles.

Buenas noches.

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