En la calle de Pelayo entramos en una especie de tasca sin pretensiones estéticas llamada Baco y Beto. He leído que muchos asiduos a ella prefieren que no se dé a conocer su existencia para que no se llene más de lo que se llena. Tomamos unas berenjenas, unas tostas de calabacín con cebolla caramelizada y un espectacular queso canario de El Hierro a la plancha, servido con una mermelada, que estaba realmente delicioso. El local es pequeño, con unas cuantas mesas con sillas, todas ellas diferentes, y un par de mesas altas que funcionan como diminutas barras. El espacio entre ellas es escaso y el que se siente en uno de los taburetes situados a su lado puede descansar la espalda en la pared. En esa misma pared hay unas perchas para colgar la ropa, pero, si lo haces, molestas a quien está sentado debajo. Eso fue lo que me hizo estar todo el rato con mi chaqueta doblada sobre las piernas, cosa que fue sólo un poquitín molesto.
De allí fuimos a dar un paseo, a practicar el fructífero deporte de mirar, y terminamos en el que sin duda es uno de los grandes bares de copas de Madrid, el Del Diego, en la calle de la Reina. Fernando del Diego, su propietario, trabajó 32 años con Perico Chicote y ahora es uno de los grandes artesanos del cocktail. Allí he descubierto marcas que desconocía y que me han resultado muy gratificantes, como el whysky Canadian Club o la ginebra Blackwood, escocesa y de enorme sabor. Nos situamos para tomar unos espléndidos gin tonics en la zona de la barra más cercana a una pared, en la que había también, como en Baco y Beto, unas perchas para colgar la ropa. En un momento dado se acercó una joven, que antes, con mucho desparpajo, había logrado introducirse en
Tengo la impresión que hay perchas que están para que determinadas personas cuelguen su molesta ética.