jueves, 12 de julio de 2012

Dioses, hombres y desastres



Cuando los hombres se inventaron los dioses, ni su ignorancia ni su escaso grado de desarrollo les permitía vivir con el mínimo de seguridad que el ser humano requiere para desenvolverse con un cierto sosiego sin recurrir a esas creaciones divinas. El único precio que pagaron por esta osadía fue el de la fe en ellos.

Eran aquellos hombres y mujeres, en general, buenos, rudos y poco evolucionados, pero nobles. En los dioses que creaban proyectaban sus propias virtudes, elevadas al infinito, y depositaban sus esperanzas en forma de un futuro feliz.

Pero la vida es muy dura. La lucha por la existencia desgasta mucho y va degradando al ser humano, quitándole cada vez una porción mayor de buena voluntad y, consecuentemente, rebajando la calidad de las divinidades creadas.

Aquellos hombres antiguos eran capaces de representarse a sus dioses como todopoderosos jueces que sometían a los hombres a las pruebas más extremas. como cuando uno de ellos puso a prueba la fe de un principal del grupo ordenándole que diera muerte a su hijo. El pobre hombre, abrumado ante la omnipotencia de su dios, se dispuso a hacer reales los deseos caprichosos de su señor, pero entonces, éste, haciendo uso de las virtudes honorables que le habían atribuido, como la misericordia y la piedad, le detuvo la ejecución poco antes de que llegara a su término. Los humanos interpretaban este suceso diciendo que su dios apretaba, pero no ahogaba, y profiriendo twits parecidos, pero todo se movía dentro del marco de una función en la que se palpaba un clima de una cierta bondad y de un posible plan con final feliz.

Los hombres modernos y sus dioses se han convertido ahora en otra cosa. La categoría moral de los dioses antiguos ha dado paso a unos becerrillos de oro, no se sabe si de ley o no, a los que suelen referirse cada vez más como "los mercados". En realidad, no son más que dinero, pero son seres invisibles, como todos los dioses, con una omnipotencia muy parecida a la de los antiguos, aunque sin que su personalidad esté adornada nada más que por la codicia.

Los mercados gobiernan en el mundo como lo hacían antes las primeras grandes creaciones humanas. También ahora hay sacerdotes y ministros, unos más sabios que otros, unos con más fe que otros, unos con más grandeza que otros. Estos individuos, como casi siempre, se siguen arrogando el poder de interpretar en exclusiva los designios divinos y de imponer a sus súbditos, sean fieles o no, las apetencias de la mercadería suprema.

Pero los mercados y sus sacerdotes no son buenas cosas. En la evolución hacia atrás del mundo, del hombre y de sus divinidades, la ancestral misericordia, la piedad reconfortante y la salvación feliz, final y eterna se han perdido. Los dioses ya no se apiadan de los hombres, porque estos dioses actuales no son fruto del imaginario creativo humano, sino de su estupidez y de su voluntaria y abrazada ignorancia. Los dioses de este siglo aprietan y ahogan. Sus sacerdotes ya no son esos reconfortantes hombres que ayudaban a sufrir las penas con entereza y con esperanza, sino crueles ejecutores de los designios divinos, incapaces de pararles a los hombres en el último momento su brazo exterminador.

El hombre del mundo de hoy, con una vida edulcorada con fantasías vacuas y con la manía permanente de huir de su realidad, camina sin sentido y sin rechistar desde la nada a la miseria, obedece cándidamente a sus dioses y se autodegrada fatalmente porque ha perdido la más humana de sus virtudes: la conciencia.  

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