Cuando los hombres se inventaron los
dioses, ni su ignorancia ni su escaso grado de desarrollo les
permitía vivir con el mínimo de seguridad que el ser humano
requiere para desenvolverse con un cierto sosiego sin recurrir a esas
creaciones divinas. El único precio que pagaron por esta osadía fue
el de la fe en ellos.
Eran aquellos hombres y mujeres, en
general, buenos, rudos y poco evolucionados, pero nobles. En los
dioses que creaban proyectaban sus propias virtudes, elevadas al
infinito, y depositaban sus esperanzas en forma de un futuro feliz.
Pero la vida es muy dura. La lucha por
la existencia desgasta mucho y va degradando al ser humano,
quitándole cada vez una porción mayor de buena voluntad y,
consecuentemente, rebajando la calidad de las divinidades creadas.
Aquellos hombres antiguos eran capaces
de representarse a sus dioses como todopoderosos jueces que sometían
a los hombres a las pruebas más extremas. como cuando uno de ellos
puso a prueba la fe de un principal del grupo ordenándole que diera
muerte a su hijo. El pobre hombre, abrumado ante la omnipotencia de
su dios, se dispuso a hacer reales los deseos caprichosos de su
señor, pero entonces, éste, haciendo uso de las virtudes honorables
que le habían atribuido, como la misericordia y la piedad, le detuvo
la ejecución poco antes de que llegara a su término. Los humanos
interpretaban este suceso diciendo que su dios apretaba, pero no
ahogaba, y profiriendo twits parecidos, pero todo se movía dentro
del marco de una función en la que se palpaba un clima de una cierta
bondad y de un posible plan con final feliz.
Los hombres modernos y sus dioses se
han convertido ahora en otra cosa. La categoría moral de los dioses
antiguos ha dado paso a unos becerrillos de oro, no se sabe si de ley
o no, a los que suelen referirse cada vez más como "los
mercados". En realidad, no son más que dinero, pero son seres
invisibles, como todos los dioses, con una omnipotencia muy parecida
a la de los antiguos, aunque sin que su personalidad esté adornada
nada más que por la codicia.
Los mercados gobiernan en el mundo como
lo hacían antes las primeras grandes creaciones humanas. También
ahora hay sacerdotes y ministros, unos más sabios que otros, unos
con más fe que otros, unos con más grandeza que otros. Estos
individuos, como casi siempre, se siguen arrogando el poder de
interpretar en exclusiva los designios divinos y de imponer a sus
súbditos, sean fieles o no, las apetencias de la mercadería
suprema.
Pero los mercados y sus sacerdotes no
son buenas cosas. En la evolución hacia atrás del mundo, del hombre
y de sus divinidades, la ancestral misericordia, la piedad
reconfortante y la salvación feliz, final y eterna se han perdido.
Los dioses ya no se apiadan de los hombres, porque estos dioses
actuales no son fruto del imaginario creativo humano, sino de su
estupidez y de su voluntaria y abrazada ignorancia. Los dioses de
este siglo aprietan y ahogan. Sus sacerdotes ya no son esos
reconfortantes hombres que ayudaban a sufrir las penas con entereza y
con esperanza, sino crueles ejecutores de los designios divinos,
incapaces de pararles a los hombres en el último momento su brazo
exterminador.
El hombre del mundo de hoy, con una
vida edulcorada con fantasías vacuas y con la manía permanente de
huir de su realidad, camina sin sentido y sin rechistar desde la nada
a la miseria, obedece cándidamente a sus dioses y se autodegrada
fatalmente porque ha perdido la más humana de sus virtudes: la
conciencia.
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