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martes, 28 de diciembre de 2010

La igualdad



Nacemos solos, con una soledad que hace indispensable la ayuda de algún otro ser para poder sobrevivir en un mundo muy adverso. Esto muestra que, desde nuestros orígenes, somos seres sociales, seres para los que es necesario establecer desde un principio relaciones con los otros y prolongarlas a lo largo de toda la existencia.

El camino que va desde esta soledad inicial a la trágica soledad final de la muerte es el trayecto en el que podemos y debemos construirnos como seres humanos. Nacemos siendo seres humanos de nombre, pero con la profunda misión de construirnos como seres humanos de hecho.

Nacemos y pronto el tiempo nos penetra. Puede que la vida se instale en nosotros y que enseguida descubramos la libertad. Nos damos cuenta entonces de que, con mayor o menor dificultad, podemos ir liberándonos de las ataduras que nos van impidiendo ser, y podemos, a la vez, ir eligiendo nuestro futuro con decisiones en las que nosotros deberíamos ser los protagonistas. La razón no siempre nos lo muestra, pero la libertad es la que nos permite alcanzar la meta de nuestra propia humanidad o, por el contrario, la que hace que nos quedemos más cerca del punto de partida manteniendo nuestro estado de animalidad inicial.

Pero la construcción del ser humano no tiene sentido si permanece o si se instala o si concluye en el ejercicio de la libertad, a pesar de que esta sea un actitud muy extendida en nuestra sociedad. La necesidad que tenemos de relación con los otros nos lleva a plantearnos cómo debe ser esta relación. La vida nos conduce así a la ética y en ella aparece el otro gran valor primario de la existencia humana, el de la igualdad. Es aquí en donde se juega la decisión de cómo queremos que sea el mundo en el que vamos a vivir con los demás. En el sistema político y económico en el que estamos, la libertad genera desigualdades, y mucha gente interesada se afana en defender el que este desequilibrio de mantenga. Ninguna de estas defensas de la libertad como el único y el último criterio aporta ningún argumento que justifique la desigualdad, pero sus partidarios la practican hasta sus últimas consecuencias. Otros, por el contrario, quizás con menos intereses personales o con más sensibilidad para lo humano, lo vivo, lo justo, lo constructivo y lo universalizable, prefieren construir la igualdad. Es la práctica de la igualdad la que garantiza un trato mutuo como personas, la que nos va a permitir ser como somos. Es la opción humana, la que defiende que sin igualdad no hay humanidad.

El de la igualdad supone un verdadero paso adelante, una superación de la mera libertad individual, para abrirse al otro, a los otros, a lo común. Es también una superación de las discriminaciones, el origen real de todas las desigualdades que inundan y mantienen vivo nuestro sistema capitalista. Este paso es difícil de dar, pero si lo piensas desinteresadamente, no encontrarás otra forma de convertirte en un verdadero ser humano. Piénsalo.

viernes, 6 de agosto de 2010

Desvanecimiento


Se pasó la vida sabiendo cosas, aprendiendo cosas, enseñando cosas. Pero cuando tenía que actuar como un ser humano, se desvanecía estrepitosamente.

martes, 27 de julio de 2010

Confusión


Si te empeñas en imponerte a los demás, crees que creces, pero en realidad menguas.
Si intentas escucharlos y dialogar, crees que te debilitas, pero en realidad creces.

viernes, 23 de julio de 2010

Me falta la palabra




Busco una palabra para calificar esta acción, pero no la encuentro, no soy capaz de encontrarla. Resulta que hay cosas de las que no sabe nada. Vive sin saberlo en una antigüedad rancia en la que se siente confortable y no quiere salir de ese refugio. Sabe que existe la modernidad, pero le fastidia bastante, cosa de la que tampoco es muy consciente. Su peculiaridad consiste en que, en lugar de admitir que hay cosas de las que no sabe nada, lo que pretende es que los demás no las usen ni las consideren, para que no se noten así ni sus carencias ni su ignorancia ni sus fobias. Esto es algo más que ignorancia y que estupidez, pero no sé qué es.

jueves, 11 de marzo de 2010

Clase


Hubo un tiempo en el que no me gustaba llamarle clase. Prefería estilo o incluso humanidad. Un ataque de ingenuidad y de igualdad muy mal entendida me hacía creer que era como caer en el clasismo llamar clase a eso difícilmente describible que hace atractiva a una persona simplemente por ser persona de una determinada manera.

Hoy prefiero otra vez llamarle clase. Estoy de nuevo convencido que hay quien se empeña en que en este mundo haya clases diferentes y que la vida tiene que convertirse en una lucha de clases. Más exactamente, este mundo parece que se divide entre los que tienen clase y los que no la tienen, y que la vida la mayor parte de las veces consiste en librarse de los que no tienen clase, en intentar quitárselos de encima o en procurar que su nefasto influjo no te haga malvivir.

Si me pides que te cuente en qué consiste tener clase, te invito a que leas lo que el gran Manuel Vicent escribió el domingo pasado en El País. Léelo aunque no me pidas que te lo cuente. Merece la pena que lo hagas y que lo pienses.

Tener clase

MANUEL VICENT

EL PAÍS - Última - 07-03-2010

No depende de la posición social, ni de la educación recibida en un colegio elitista, ni del éxito que se haya alcanzado en la vida. Tener clase es un don enigmático que la naturaleza otorga a ciertas personas sin que en ello intervenga su inteligencia, el dinero ni la edad. Se trata de una secreta seducción que emiten algunos individuos a través de su forma natural de ser y de estar, sin que puedan hacer nada por evitarlo. Este don pegado a la piel es mucho más fascinante que el propio talento. Aunque tener clase no desdeña la nobleza física como un regalo añadido, su atractivo principal se deriva de la belleza moral, que desde el interior del individuo determina cada uno de sus actos. La sociedad está llena de este tipo de seres privilegiados. Tanto si es un campesino analfabeto o un artista famoso, carpintero o científico eminente, fontanero, funcionaria, profesora, arqueóloga, albañil rumano o cargador senegalés, a todos les une una característica: son muy buenos en su oficio y cumplen con su deber por ser su deber, sin darle más importancia. Luego, en la distancia corta, los descubres por su aura estética propia, que se expresa en el modo de mirar, de hablar, de guardar silencio, de caminar, de estar sentados, de sonreír, de permanecer siempre en un discreto segundo plano, sin rehuir nunca la ayuda a los demás ni la entrega a cualquier causa noble, alejados siempre de las formas agresivas, como si la educación se la hubiera proporcionado el aire que respiran. Y encima les sienta bien la ropa, con la elegancia que ya se lleva en los huesos desde que se nace. Este país nuestro sufre hoy una avalancha de vulgaridad insoportable. Las cámaras y los micrófonos están al servicio de cualquier mono patán que busque, a como dé lugar, sus cinco minutos de gloria, a cambio de humillar a toda la sociedad. Pero en medio de la chabacanería y mal gusto reinante también existe gente con clase, ciudadanos resistentes, atrincherados en su propio baluarte, que aspiran a no perder la dignidad. Los encontrarás en cualquier parte, en las capas altas o bajas, en la derecha y en la izquierda. Con ese toque de distinción, que emana de sus cuerpos, son ellos los que purifican el caldo gordo de la calle y te permiten vivir sin ser totalmente humillado.

lunes, 18 de enero de 2010