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lunes, 30 de julio de 2012

Bailar



El baile. La vida y el baile son, en el fondo, lo mismo.

Hay que tener, para bailar, un cierto tipo de humildad para que uno sea capaz de dejarse inundar por el ritmo y por la melodía de la música, y para que el fruto de ese torrente acompasado que nos asalta salga luego fuera. No se puede bailar sin una cuota importante de receptividad, de saber escuchar, para que la música y el cuerpo armonicen hasta el punto de que parezcan uno solo.

Para bailar es indispensable la creatividad. Cada vez que se baile la misma canción ha de parecer que se hace de manera distinta, aunque en el fondo no sea así. La mecánica fría y el baile no tienen nada que ver. Cada paso ha de dar la impresión de que es diferente al anterior, aunque sea el mismo. Cada momento, aunque sea repetición de lo ya hecho, ha de hacer creer a quien baila y a los demás que es una ocasión llena de frescura en la que se está creando belleza.

Se baila con otra persona. Rara vez se baila solo y, aun en este caso, se suele bailar para alguien. No se baila con alguien indiferente como pareja, sino con una persona. El baile, en el fondo, es un diálogo entre dos personas que quieren entenderse para generar belleza. La persona con la que bailas tiene un cuerpo, con el que tienes que jugar a bailar, y una mente, con la que tienes que intentar comunicarte. Son dos mentes, que van a vivir una experiencia común y única, y dos cuerpos que se acercan, se alejan, se rozan, se aprietan, se tocan y se sienten. Cuánta vida truncaron y cuánta juventud envejecieron prematuramente aquellos resentidos ensotanados que proclamaban, poseídos por la suciedad mental de la opresión religiosa, que entre los cuerpos debería circular siempre el aire. Vaya maleducados maleducadores.

Bailan dos rostros poseídos por el arte embaucador de la música. Bailan dos miradas que se adivinan mutuamente intenciones, proyectos y sentimientos, que se intercambian palabras que nadie oye, que se dicen lo que disfrutan moviendo sus cuerpos con la cadencia que surge de la creación en común. Bailan dos sonrisas que muestran dos placeres, quizás diferentes, quizás similares, pero dos placeres juntos y generados en dos personas entregadas al gozo emocionante de hacer visible la música.

Bailan los pies y las manos y los cuerpos y las mentes. Baila el aire de alrededor, bailan los sonidos dentro del cerebro, bailan las emociones, bailan las ropas, bailan los olores, bailan las sensaciones de sentir cerca a un hombre, a una mujer. A veces bailan a su ritmo las lágrimas que rebosan de placer por los ojos de los que bailan. Bailan los silencios que acogen respetuosos la música. Bailan también los traspiés, los errores, los fallos. Bailan dos vidas, porque la vida tiene las mismas peculiaridades del baile. La vida es escuchar humildemente, es ser receptivo, es crear con los otros, es gozar, es disfrutar, es hablar, es sonreír, es procurar que se den la armonía y la belleza, es poner cada cual de su parte lo mejor de sí mismos, es dialogar con el cuerpo, con la mente, con las ideas y con los proyectos, es construir cada momento, es compartir de la manera más satisfactoria posible el tiempo que dure la música de la existencia. Claro que la vida lleva también dentro de sí el riesgo de equivocarse, de pisar al otro, de dar un traspiés, de hacerlo mal, incluso de que no quieran bailar contigo. La vida es así. Como el baile.


Le bal es una preciosa película de Ettore Scola que muestra los cambios habidos en una sociedad sin salir de una sala de baile. Puedes verla aquí.


lunes, 16 de agosto de 2010

Niqab


Vi hace días por la abigarrada Gran Vía de Madrid a tres mujeres vestidas, o como se pueda describir el hecho, con el niqab que usan algunas musulmanas en Arabia Saudí. Se trata de una tela negra que le cubre todo el cuerpo, salvo una abertura horizontal a la altura de los ojos que les permite ver. Dentro de esa enorme máscara negra va un ser humano, posiblemente mujer, aunque no se sepa ni su edad, ni sus facciones, ni su estado de ánimo ni si tiene ganas de vivir o no.

Es la segunda vez que veo a mujeres así. La primera fue en la no menos abigarrada planta de ropas de mujer de unos grandes almacenes. Me producen siempre un impacto grande por lo lejos que se sitúan, es posible que en contra de su voluntad, de mi idea de lo que debe ser un ser humano.

Recuerdo que en mi infancia me metieron en la mente ciertas ideas que en el fondo son muy parecidas a las que hay detrás del niqab, del burka y de todos estos detalles que convierten a la mujer en una cosa sin libertad y en un objeto propiedad de algún hombre o, más bien, de los hombres. Decían entonces que el cuerpo de la mujer había que ocultarlo porque la belleza no debía mostrarse y que el recato, las buenas costumbres y los buenos modales deberían ser las notas propias de una mujer decente. Ciertamente no llegaban a los niveles musulmanes, pero la consideración de la mujer era estructuralmente la misma: deben mantener su cuerpo en buena medida oculto.

Afortunadamente me he ido quitando de encima estas ideas, que no sólo son ñoñerías, sino expresiones de una terrible discriminación que convierte la belleza de la mujer en fuente de males, aunque éstos estén situados más bien en la mirada del hombre. Por eso me emociona hoy ver a una mujer que no se preocupa por tapar su cuerpo, sino que se muestra con naturalidad, como si por encima del sexo y, por supuesto, de las religiones hubiera un ser humano libre y dueño de todo su ser.